Perú: Hedores
César Hildebrandt
De dónde viene esa sarna, esa tenacidad por lo oscuro? ¿Dónde la contrajimos? ¿Tiene cura?
La cura vendrá quizá cuando tengamos la revolución francesa que no tuvimos. No lo sé en realidad. Lo que sé es que el Perú se pudre en un hedor coimero que es cada vez menos tolerable.
Miro por allí y veo a los jueces liberando a un forajido que ahora volverá a su despacho a quemar papeles, a asustar a subordinados, a amenazar a quienes confirmaron que es un ladrón. ¿Cuánto habrá costado ese fallo? ¿A cómo está el kilo de juez superior, la rabadilla de secretario, la firma de un supremo?
¿Y qué me dicen de la conversación del señor ministro de Economía y el contralor mamarrachiento? ¿No es digna de Ford Coppola? ¿No huele a diálogo de mañosos?
La corrupción en el Perú no pertenece a una clase social ni es dolencia de algunas instituciones. Está arriba y abajo, entre militares y civiles, es de mujeres y hombres. Se extiende en los gobiernos regionales, cunde en las alcaldías, perfora el poder judicial -probablemente lo más decisivamente putrefacto del país- y está tanto en el comercio minorista como en los abogadotes que usan sus estudios para afinar tramas de lavado de dinero. Pero también dice presente en el ministerio público, donde los expedientes se hacen mal para que los jueces encuentren pretextos perfectos para excarcelaciones de vergüenza. Y apesta en el Tribunal Constitucional, en In- decopi, en la SUNAT, en la Policía, en el periodismo escrito, radial y televisivo, en la seguridad social y en el sistema privado de seguros. Y eso no basta: la vemos en las malas prácticas médicas, en las estafas al consumidor, en las invasiones planeadas por traficantes de tierras, en los rituales
incumplimientos de nuestros trabajadores, en la argolla minera, en la rancia derecha, en la izquierda adulterada y en el centro que te mira con cara de suizo. Y miren la catadura de los presidentes que hemos tenido en los últimos 30 años (con excepción de Valentín Panuagua) ¿alguno merece respeto?
Mi país tiene cáncer. Y no va al médico. Pretende que no está enfermo y que dentro de poco la OCDE lo recibirá con los brazos abiertos. Como si eso ayudara.
Mi país se pudre. Y quizá sea por eso que una reciente encuesta encuentra que el 45,8% de paisanos apuestan ahora por un gobierno autoritario con un Estado protagónico. ¿Y qué quieren los asombrados derechistas que han abierto la boca hasta la estupefacción ante esa cifra? ¿Quieren que la gente siga creyendo en el mercado que todo lo arregla y en la mano invisible de la que hay que fiarse a ciegas? En el Perú hasta la mano invisible se mete en tu bolsillo, ¿verdad, Vito Rodríguez?
Cuidado, sin embargo. Ya tuvimos un Estado fuerte y autoritario. El fenómeno se llamó fujimorismo y es una de las causas de la indigencia moral en la que nos encontramos. La solución no va por allí. Va, en todo caso, por la creación de una ciudadanía que reemplace a la horda. Y eso pasa por una revolución educativa. Nuestro drama es que nuestras correcciones demandan largos plazos, casi un periodo histórico de transformación de conciencias. Mientras tanto, la gangrena avanza. Y el fujimorismo, por ejemplo, sigue allí, como la ingle herida por una buba, como la prueba de todo lo que retrocedimos en el país que alguna vez fue centro ancestral de la cultura americana. El país donde «el lunarejo» no era un narco preso sino un hombre maravillosamente culto como el cusqueño Juan de Espinosa Medrano. Eso fuimos cuando éramos una promesa en América.
Tomado de “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 351 9JUN17 p. 12