El mal gusto y la cursilería
César Hildebrandt
Hay una epidemia mundial de cursilería y de mal gusto. Se siente en la literatura, en el periodismo, en la pintura, en la cocina, en el ultrismo reivindicativo, en el cancionero popular, en el cine hemorrágico, en la televisión doméstica capturada por la estupidez.
Es como si Ed Wood hubiese matado a Bergman, como si Francoise Sagan hubiese borrado a Simone de Beauvoir, como si a César Moro lo hubiese desterrado Antenor Samaniego. Es como si Trump gobernara a los blancos resentidos de su país. Como si el fujimorismo mandara en el Congreso y sus hordas nos amenazaran con un nuevo secuestro. Es, en suma, como si el país donde habré de morir, por amor y descarte, se dirigiese a su bicentenario con las taras de origen de su independencia y las lacras de su república malparida.
Se respira mal gusto y cursilería en todo el planeta. La ola ultraderechista en Europa -Polonia, Hungría, Italia, por ahora- es parte del asunto. Al poeta Saint-John Perse, secretario de la cancillería francesa y acompañante de Edouard Daladier en las negociaciones de los Acuerdos de Múnich, se le atribuye una frase que hoy es profética: “el mal gusto conduce al crimen”. La lanzó cuando Daladier, al firmar esa paz inservible, le preguntó a solas qué le había parecido Hitler.
Bueno, de algún modo los sueños de Hitler vienen realizándose. En Siria, por ejemplo, donde Estados Unidos ha armado al extremismo islámico que, según versión oficial, voló las torres gemelas, mientras que una dictadura de las malas -la de Bashar el Asad- defiende su existencia con la ayuda de Rusia, el país que tanto hizo por la elección de Trump. ¿No es un sueño de Hitler lo que hace Arabia Saudita en Yemen? ¿No habría envidiado Hitler a aquel Obama que veía en la TV, como si de una serie de Netflix se tratara, el asesinato de Osama Bin Laden, el Saudita cuya familia había hecho negocios con la familia Bush? ¿No habría disfrutado Hitler de Gaza, ese inmenso campo de concentración donde la muerte es lenta y la esperanza nula? Hitler habría aplaudido que Argelia y Egipto desconocieran -como lo hicieron- las elecciones ganadas por grupos musulmanes radicales e impusieran dictaduras de exterminio.
¡Cómo habría gozado Hitler con el filipino Duterte! Quizás igual que lo que hubiese festejado al general Suharto, que mandó matar a 500,000 compatriotas luego de la caída de Sukarno (respaldada y financiada por la CIA, cómo no). Y no voy a referirme, para no incurrir en redundancia, a Irak o Afganistán, donde Estados Unidos está atado a un enfrentamiento interminable desatado desde Washington. Lo que es cierto es que el siglo XX no ha terminado y que Fukuyama era un agente de la guerra fría cultural.
La garúa del mal gusto y el ridículo lo cubre todo. Nos decimos civilizados y hemos creado estas ciudades donde todo parece ser un monumento a la infelicidad. Nos creemos modernos porque podemos transmitir en tiempo real nuestras banalidades. Y el planeta produce archipiélagos de plástico, enloquece los cielos, vomita hidrocarburos. Lima es, como lo ha explicado en estas páginas David Roca, una ciudad en trance de morir y tenemos un elenco de chiflados -todos ridículos y de mal gusto- como candidatos a la alcaldía. Es como si Lima tuviese inmunodeficiencia adquirida. Como cuando los invasores estaban en Lurín y Piérola seguía fortaleciendo las entradas que no serían jamás usadas.
Lima, hay que decirlo, es el mayor homenaje al mal gusto de toda nuestra historia. Nunca trabajamos tanto para producir un horror tan exacto. Me refiero, claro, al conjunto y, sobre todo, a la hipocresía de seguir llamando ciudad a los campamentos donde los pobres suponen que viven en humanas condiciones.
La cursilería es el dudoso arte de la simulación, la afectación, la solemnidad teatral. Es la profesión de la apariencia, un aporte casi peruano a la cultura universal. ¿Y el mal gusto? Bueno, el mal gusto es un Pollock en la casa de un cubano rico de Indian Creek, Miami. El mal gusto es Chocano hablando de sí mismo. El mal gusto es no esperar a la posteridad -si es que eso existe- para que nos califique, nos tase, nos juzgue.
Pero el colmo del mal gusto y la ridiculez es lo que acaba de suceder por obra y desgracia de tres ganapanes franceses que dicen haber creado un algoritmo pintor al que le metieron datos de quince mil retratos pintados entre los siglos XIV y XX. Y allí está la foto de la “obra”: un emplasto, un hombre con cara de poto visto por un miope en un día nublado, un Bacon a medio hacer. La casa de subasta Christie’s, fábrica mayor de cursis con billetera chancha, va a poner en remate el engendro y espera alcanzar un precio de diez mil euros. No me extraña. El cursi y fascista de Marinetti hubiera elogiado el asunto. Adoraba las máquinas y creía en el superhombre.
Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 412 14/09/2018 p12