Defensa de la ensoñación

César Hildebrandt

Héctor Becerril duerme cada vez que puede. Duerme sin roncar, como los envidiables pasajeros de un avión que se han empastillado para quedarse fuera de las turbulencias.

Si usted, lector, fuera Héctor Bece­rril, ¿no consideraría a la vigilia una amenaza?

El estado consciente lo llevaría a dar­se cuenta de su papel de ficha menor en una banda parlamentaria cuyo propósi­to es tergiversar la historia, blindar a los socios corruptos, imaginar mañas para seguir medrando. ¿Algo más? Sí, encima de esa pesadilla institucional está el pa­sado de matón en una hacienda azuca­rera, el asunto del porcelanato, los her­manos implicados o prófugos, el radical descrédito, la tarea de chaleco pavlovia- no que le imponen.

Por eso entiendo a Becerril. Cuando se sumerge en los vapores de la enso­ñación el congresista debe construir un mundo perfecto del que puede gozar vicariamente: su partido tiene grandes metas y actúa con la disciplina espontá­nea y casi orquestal de los tories; su lideresa es Golda Meir, Margaret Thatcher, Evita Perón, juntas y revueltas y bajo el nombre meiji de Keiko Fujimori; Rosita Bartra es como Inés Arrimadas, la de “Ciudadanos” en Cataluña, pero mucho más inteligente y fina; Alberto Fujimori es el equivalente de Víctor Andrés Belaunde, o sea un patriarca de las ideas que dieron vida al conservadurismo ilus­trado; Moisés Mamani ha fundado, con su dinero, varios centros de protección para mujeres acosadas; el Grupo Colina jamás existió; el general Hermoza Ríos triunfó en el Cenepa y fue ungido mariscal después de hacer flamear la bandera en Tiwinza; Cipriani sigue capitaneando la Iglesia y dándonos lecciones en RPP; Kenji fue el hermano nonato de la lideresa; Daniel Salaverry acaba de morir de un infarto de corazón; el 2021 será, por fin, el año de la reivindicación… Y así, con sus etcéteras colaterales (el principal de los cuales es que Becerril aparece en esas brumas sonámbulas como alguien parecido a Sean Penn pero hablando un cas­tellano perfecto).

Pero de pronto viene un fotógrafo ca­brón, un agente de la realidad, un agua fiestas sin perdón de Dios y Héctor Bece­rril debe despertar para seguir viviendo la agenda de todos los días: él es él y nada más; la señora que da órdenes está en la cárcel; el partido es ese amasijo de yerros retorcidos que ha debido unirse al know how del Apra pandillera (y un infi­nito etcétera de pellejerías y miserias del alma).

-¡Dios mío! -grita Becerril recién despierto-. No lo soporto.

Le recomiendo el opio.

Ese maravilloso y patético inglés que fue Thomas de Quincey relata de esta manera su primera experiencia con el látex de la adormidera:

“Como es de suponer, al llegar a casa no perdí un momento en tomar la cantidad pres­crita. Naturalmente, nada sabía del arte y misterio del opio y lo que tomé lo tomé con todas las desventajas po­sibles. Pero lo tomé, y, una hora más tarde, ¡oh cielos!, ¡qué cambio tan repentino!, ¡cómo se elevó, desde las más hondas simas, el espíritu interior!, ¡qué apocalipsis del mundo dentro de mí! Que mis dolores se desvanecieran fue, a mis ojos, una insignificancia: este efecto negativo se hundía en la in­mensidad de los efectos positivos que se abrían ante mí, en el abismo de divi­no deleite súbitamente revelado. Esta era la panacea -el (texto griego)- de todos los males humanos; aquí estaba, descubierto de un golpe, el secreto de la felicidad sobre el que disputaron los filósofos a través de las edades; la feli­cidad podía comprarse por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco, los éxtasis portátiles encerrarse con un corcho en una botella de medio litro, la paz del alma transportarse por galones en coches de correo…”

Si Becerril me hace caso y profun­diza sus viajes de misterio con las alas del opio, llegará a soñar con que el país ama a su lideresa y estima a su partido como si de una reserva moral se trata­ra. Soñaría que el Congreso donde yace es venerado por el pueblo porque da las leyes que se requieren y fiscaliza a los que merecen ser vigilados. Hasta po­dría soñar que Vladimiro Montesinos fue el invento del resentimiento y que don Alberto Fujimori jamás renunció por fax porque esa fue otra calumnia del paniaguato miserable.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 445, 17M/05/2019

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