España del corazón

César Hildebrandt

La revista “Hola” se fundó en 1944.

La posguerra de la dictadura, el hambre, la represión y el contrabando necesitaba un opio popular, algo que hiciera que los españolitos olvidaran por unos minutos el color de la sangre, el tamaño del odio, la amargura.

Siempre le fue bien, aun en esos primeros tiempos de papel periódico y rotoplanas que apenas permitían el color. La gente de las colas y los estanquillos necesitaba saber que en alguna parte del mundo -las cumbres de la realeza, del cine, del buen vivir- la felicidad era dable y que no todo tenía que ser zurcidos y pan duro.

El secreto de las revistas del corazón, como se les llama en España, es que te ponen tan cerca la abundancia, tan tocable el esplendor, tan próxima la celebridad, que el pensamiento mágico funciona y te hace creer que algo de todo eso se queda entre tus manos. Como si hubieras sido parte del festín. Como si hubie­ras estado en la fiesta del marqués, en la boda de la actriz, en la cuchipanda del porcelanato.

No hay infelices en “Hola”. A esos los mata el comité de admisión, un editor armado y con corbata michi. De vez en cuando hay un lamento, pero suele provenir de alguna celebri­dad que venció el cáncer, de alguna traiciona­da que cuenta sus cuitas mientras convalece en una isla con un nuevo amor.

Y el patrón de esas páginas amables es el dinero. Plata a raudales que procede de todo lo imaginable que esté en el mercado: la política, las herencias, el sexo, la música de las muchedumbres, la fama de todos los colores y linajes.

No hay famoso español que no haya pasa­do por “Hola”. Hasta podría decirse que sin “Hola” -y sin tetas para las infantas del remilgo- no hay fama y que, así como no te mueres de verdad en Madrid si no sales en el obituario de “Abc”, no hay inscripción oficial en el club de los poderosos si no saliste en esas páginas que parecen el congelado del technicolor.

“Hola” fue fundada por un periodista que trabajaba en Cataluña. Pertenecía al desapare­cido diario “La Prensa”, fundado en 1941. Así que el tardofranquista Antonio Sánchez Gómez vio la oportunidad de su vida: entre las ruinas y las maldiciones de la posguerra él ofrecería una pócima de olvido y un conjuro de futuro, todo en unas cuantas páginas donde se haría política sin nombrarla. Fue la segunda guerra civil ganada por la derecha: cuando aceptas que los ricos son parte de la naturaleza y de una jerarquía impertérrita que sólo los comunistas pueden cuestionar, cuando te resignas a que la desigualdad extrema tiene su estética y que tú, que buscas lentejas bajo la mesa, eres parte de la fealdad, es que volviste a perder.

Viví algunos años en España, trabajé en el “Abc” gracias a mi amigo Luis María Anson, pero nunca se me ocurrió comprar “Hola”. En la sala donde trabajaba la llamaban “revista hortera”, frase que me hacía recordar a aquella “Gente” de Escardó. Pero no. Eso era injusto. “Hola” era un imperio en expansión, era casi la España del siglo XVI sólo que con carabelas de cuché y genoveses de morcilla.

Ahora tiene 31 ediciones internacionales y lle­ga a más de 100 países. Vender la felicidad de los otros es también un gran negocio.

Quizá tengo la imagen tradicional del es­critor, pero recuerdo a Ribeyro, a Alegría, a Arguedas, a Watanabe, a Cisneros, a Rose -por no hablar de los afuerinos que amo y sigo leyendo- y no me los imagino desfilando por las pasarelas de la fortuna, bailando en el palacio de Buckingham bajo el auspicio de una fábrica de cerámicos, yendo a las Maldivas en un avión privado y, al mismo tiempo, escribiendo con tanta autoridad sobre el fracaso global de la socialdemocracia, las contradicciones del reformista mexicano Andrés Manuel López Obrador, la urgente necesidad de que el tibio socialista Pedro Sánchez no ob­tenga las alianzas suficientes para retomar el poder en España.

No asocio la prosa con los sufrimientos ni la novela con la tristeza, por supuesto. No soy tan idiota para establecer tales ecuaciones. Me alegra, en todo caso, que alguien pueda ser tan exultantemente feliz. Lo que me sorprende es que una persona con ese grado de esplendor pueda juzgar con tanta severidad -o temor- a los que están al otro lado de la orilla. Me intri­ga cómo es que alguien que lo ha logrado todo puede, al mismo tiempo, encerrarse en un par de ideas que más tienen que ver con el statu quo que con la interpretación de los problemas actuales y fulminar, desde la ira, cualquier in­tento por hacer que la felicidad -esa que “Hola” retrata hasta el cansancio— deje de ser una ex­clusiva de tirajes millonarios.*

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 449, 14/06/2019

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