El fujimorismo y Sendero

César Hildebrandt

El 84% de la población apoya la disolución constitucional del Congreso, dice la encuesta del Instituto de Estudios Pe­ruanos. Esa misma compañía señala que, después del acon­tecimiento, la popularidad de Vizcarra ha pasado del 40 al 75%.

El sondeo de Datum apunta a lo mismo, pero con números al alza: el 85% está de acuerdo con el cierre de ese terrario de serpientes en que el fujiaprismo había convertido el Parlamento. Y el respaldo a Vizcarra sube en esta medición al 82%.

Idéntica escena describe CPI, que eleva el respaldo popular al cierre del Congreso a un 89,5% y sitúa la popula­ridad del presidente Vizcarra en 85%.

A la derecha no le gustan esas cifras. Las susurra discretamente, las glosa con letra menuda, las ningunea. Las publica, en suma, con la boca torcida y el hígado inflamado.

A la derecha le gustaba, en cambio, el respaldo popular al auténtico golpe de estado de 1992.

En 1992 yo estaba en Madrid, traba­jando en ABC, y me dolía ese apoyo pero me lo explicaba y trataba de hacérselo entender al escéptico jefe de la sección Internacional: era la respuesta a cinco años de latrocinios e ineptitud de Alan García y a doce años de terrorismo senderista, el enemigo invencible de aquel entonces. La gente estaba harta de esa clase política que había parido al Gar­cía que se hizo ostensible millonario en el poder y que no había podido vencer, en dos periodos democráticos conse­cutivos, a Sendero. La apuesta plebeya por Fujimori y sus métodos rudos era una manera de sacar de la escena a la partidocracia fracasada. Si la democra­cia no servía para yugular la inflación que nos dejó la banda de García ni parar la hemorragia que proponía como programa nacional el sadismo senderista, ¿para qué mantenerla? ¿Por qué no ensayar vías expeditivas, atajos con orugas, omisión de protocolos inútiles?

Fujimori tuvo la oportunidad de instaurar, como los romanos, una dictadura provisoria que volviera a hacer viable la república. No fue así. Fujimori tenía alma menuda, impulsos del bajo mundo, vocación de ladrón, talentos de asesino. |

De modo que lo que pudo ser un paréntesis sanador devino hábito y mal crónico. Fujimori acumuló el poder absoluto con la anuencia del conservadorismo sin bandera que hoy gime como virgen ofendida porque Vizcarra tuvo el coraje de no ser Kuczynski.

La derecha pinta a Vizcarra como dictador, pero habría que recordar que hablamos de la misma derecha cuyos ascendientes lamieron las botas de Benavides, Sánchez Cerro, Odría o Pérez Godoy. Y habría lamido las de Velasco si este hubiera resultado doma­ble. Es la derecha que fue antiaprista cuando el Apra quería cambiar el país y que “comprendió” al Apra cuando Haya hizo de elefante obediente en el circo. Es la derecha que amó -y ama- a Fujimori porque puso a la Fuerza Armada en el bando del liberalismo salvaje que abarató al cholo y puso al Perú como el último de los peones de Washington.

Dicen los idiotas que el chavismo está detrás de Vizcarra. Hombre, chavista precursor y hasta discípulo castrista fue Alberto Fujimori, que co­rrompió a los militares para que avalaran todos sus excesos. Eso sí que fue un modelo autoritario que nos remite al Chivo dominicano.

¿Será cierto que en el Perú hasta las moscas se acojudan? No lo sé a ciencia cierta. Lo que sí sé es que si Vizcarra es un dictador estaríamos hablando del dictador más cojudo del globo terráqueo. Con excepción del Congreso, todas las instituciones del sistema democráti­co están funcionando. Y las elecciones para el nuevo Parlamento serán dentro de cuatro meses, el mínimo plazo que exi­gen las autoridades del JNE y la ONPE. Y nadie allegado al gobierno, se­gún anuncio del primer ministro, participará en esos comicios.

Entonces, ¿qué pasó en el Perú el 30 de setiembre?

Para decirlo en sencillo: o Vizcarra cerraba el Congreso secuestrado por el fujiaprismo o se condenaba a ser el felpudo de una mafia política hasta el fin de su gobierno en el 2021.

Si Vizcarra se hubiese atrevido a disolver un Congreso donde una oposi­ción respaldada popularmente ejercía su papel fiscalizador, yo habría estado entre los primeros que hubiese con­denado esa infamia. En esa hipótesis, Vizcarra sería en este momento un golpista pendiendo del hilo de la OEA (como lo fue Fujimori hasta que convo­có al CCD).

Pero ese no es el caso. Vizcarra no ha disuelto un Congreso en manos de la oposición. Vizcarra ha liquidado un Congreso raptado por la delincuencia, los grandes intereses, el encubrimien­to, la impunidad, los Cuellos Blancos, los Temerarios del Crimen. Vizcarra ha cerrado un foco de infección encarna­do en las imágenes de Chávarry e Hinostroza. Vizcarra nos ha librado de un Congreso cuyo único objetivo era excarcelar a Keiko Fujimori, destruir todo asomo de reforma política sus­tancial, desgastar al gobierno y vacarlo, al final, para entro­nizar a Mercedes Aráoz.

El problema no es la institución del Congreso, que na­die puede discutir. El problema del que la derecha y sus medios -la gran mayoría del papel impreso, la radio y la TV- no quieren hablar es que la institución del Con­greso había sido va­ciada de contenido y propósito porque una organización criminal, ajena a la política, manejaba su agenda, sus comisiones, su directi­va, sus prioridades. Es la misma orga­nización que perdió sus libros conta­bles gracias al señor Joaquín Ramírez, su exsecretario general acusado de lavar millonarios activos. La misma que perdió computadoras claves a la hora de seguir la pista de su financiamiento irregular. La misma que protegió a Edwin Donayre, como ayer amnistió a los Colina. La misma que fingía eventos sociales de recaudación para disimu­lar el dinero negro que vino de Odebrecht y de empresarios nativos con pretensión de anonimato. La misma que amedrentó testigos para obstruir a la justicia. La misma que protegió a Chávarry, violador de oficinas y fallido ejecutor del despido de los fiscales en­cargados del caso Lava Jato. La misma que exculpó a Hinostroza de uno de los cargos que más justos eran en el proce­so que se le sigue.

La misma, en suma, que dio un gol­pe de estado parlamentario al anun­ciar, después de perder las elecciones, que iba a realizar su programa desde el Congreso. Ese fue el verdadero coup d’etat en el Perú reciente. La anarquía de un gobierno bifronte, las escaramu­zas entre un Ejecutivo eternamente amenazado y un Congreso que no co­noció de límites ni decencia han ter­minado por ahora. ¿A eso se le puede llamar un golpe de estado?

El senderismo fue lo peor que nos pudo suceder. Al final, afortunada­mente, fue derrotado. Acabaron con él las Fuerzas Armadas en su versión patriótica, los ronderos, herederos de la resistencia cacerista, el pueblo ho­rrorizado, la Policía. Nos libramos de Sendero. Lo erradicamos.

Mi tesis es que el fujimorismo es el senderismo metido en el sistema democrático. El fujimorismo no mata, pero corrompe. No atenta contra mi­litares, pero los convirtió en ladrones. No destruye infraestructura, pero pudre instituciones. No intimida con coches bombas, pero amenaza a sus adversa­rios con una vocación omnívora por el poder. Sendero quería bañar en sangre todo el país y dominar a las gentes por el terror. El fujimorismo aspirará siempre al control absoluto y a la hegemonía a cualquier costo. Sendero soñaba con una dictadura polpotiana. El fujimo­rismo quiere un gobierno autoritario y ultrarreaccionario que no conozca de ningún pudor para imponerse.

Sí, me dirán: pero el fujimorismo derrotó a Sendero, no sea usted fanático. Más allá de que esa afirmación es rebatible, no sería la primera vez que una paradoja se instale en la historia. Un proverbio de árabe linaje advierte: no termines pareciéndote a tu enemigo. Y, a fin de cuentas, ¿el Stalin que derrotó gloriosamente a Hitler no terminó de instaurar un régimen que el amo del nazismo habría envidiado?

Pudimos erradicar a Sendero. Nos queda como tarea el destierro democrático, a través de las urnas, del fujimorismo.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 463, 11/10/2019  p12

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