Golpe de Estado

César Hildebrandt

El vicepresidente boliviano Álvaro García Linera muestra el insulto de la red: “Evo, indio comunista, hijo de puta”.

No es el peor de los agravios. Le solían decir “burro, animal, bestia, ignorante, malparido”.

Se lo decían por tradición. El racismo en Bolivia es el amante más viejo de la política conservadora. Es un amante que padece satiriasis y siempre produce proles.

Alcides Arguedas, ideólogo de ese desprecio, Rosenberg altiplánico, escribió en “Pueblo enfermo” –primera edición: 1909- lo siguiente: “En la región llamada Interandina, vegeta desde tiempo inmemorial el indio aymara, salvaje y huraño como bestia de bosque, entregado a sus ritos gentiles y al cultivo de ese suelo estéril en que, a no dudarlo, concluirá pronto su raza…”

¡Vaya profeta equívoco!

Arguedas describe a los ancestros de su nación como los ateos que vivían “en batalla perpetua”, sobreviviendo en cuevas “sin orden ni policía”. Y añade esta perla: “Fueron los Incas quienes les inculcaron nociones de divinidad, y llegaron a aceptar fácilmente toda suerte de creencias…”. ¿Ese comercio con la aspiración a la trascendencia los enriqueció culturalmente? No demasiado, señala Arguedas: “Y cayeron en el fetichismo absoluto, pues llegaron a adorar toda clase de seres vivos o imaginarios, pero siempre sosteniendo la idea primordial de que la muerte era una especie de transición a otro estado más perfecto… De esa concepción procede también esa ausencia completa de aspiraciones, la limitación hórrida de su campo espiritual. Nada se desea, a nada se aspira. Cuando más, anhélase la satisfacción plena de las necesidades orgánicas, y, entre estas, la principal, antes que el amor, el vino. El alcohol es lujo en esos hombres…”.

Bestias sin dios. Bestias idólatras. Bestias alcohólicas. Siempre bestias: “Resignada víctima de toda suerte de fatalidades, lo es desde que nace, pues muchas veces, como las bestias, nace en el campo, porque el ser que lo lleva en sus entrañas labora las de la tierra dura, expuesto al frío que abre grietas en los labios y agarrota los dedos, imposibilitando manejar las herramientas de labranza…”, vomita Arguedas.

Menos que homo faber, el indio aymara nace condenado y muere maldito: “…revolcándose en sus propios excrementos y en el de los animales, alcanzan los cuatro o cinco años de edad, y es cuando comienzan a luchar contra la hostil naturaleza, pastoreando diminutos rebaños de cerdos junto a las lagunillas de aguas podridas…”. Todo está sometido al infortunio y hasta el paisaje emana muerte.

Pero lo que más ira produce en el boliviano Arguedas, intérprete cabal del racismo blanco y mestizo en el país que Bolivar creó para su homenaje más duradero, es la injuria al papado romano expresada en las querencias mágicas de estos indios en el fondo indescifrables: “Venera un retazo de carne podrida dejada por un yatiri a la vera de un camino, e igual fervor siente por la bestia que juzga propicia a sus destinos e intereses…”.

Los lodos de hoy vienen de lejos. Son tan antiguos y duros como el Potosí.

Y a esos lodos se ha sumado el veredicto repugnante de los militares. ¡Ah, los militares! Los herederos del traidor Mariano Melgarejo, que dispuso del litoral boliviano y se lo regaló a ingleses y chilenos, del traidor Hilarión Daza (que se corrió del Campo de la Alianza), del traidor German Busch (que en plena Guerra del Chaco, obedeciendo al traidor coronel David Toro, apuntó sus cañones contra la casa del presidente Salamanca). Estos hijos de las derrotas unánimes y las deserciones en mancha y las huidas a mansalva, estos hijastros de René Barrientos, el general que consultó con la CIA a ver qué hacía con el prisionero Ernesto Guevara y que antes había nombrado al criminal de guerra Klaus Barbie presidente de la Sociedad Naviera del Estado, estos uniformados de quinta han tomado la decisión de echar a Evo Morales del cargo.

No voy a negar el engreimiento autodestructivo de Morales, que lo llevó a burlarse de la Constitución y a desobedecer el referéndum por él mismo convocado. Tampoco es negable que el experimento redistributivo de su régimen empezaba a hacer agua por exceso de déficit fiscal. Pero lo que es indiscutible es que, desde la perspectiva de la justicia social y la reivindicación de los intereses populares, Morales ha hecho un gran gobierno.

Y ha dado un gran ejemplo. La indiada, como la llaman muchos en Santa Cruz, puede gobernar con eficiencia. El indio Morales, además no ha robado y muchos empresarios le están agradecidos por todo lo que hizo por la economía.

¿Fue un golpe de Estado lo sucedido en Bolivia? Hay que ser tarado para decir que no. ¿Cómo no va a ser un golpe de Estado si fueron la policía y el ejército, concertados, los factores decisivos en el desenlace? ¿Cómo no va a ser un golpe de Estado si Morales ya había concedido que se fuera a la segunda vuelta, sabiendo que podía perderla, cuando los militares le dieron la espalda y le exigieron “renunciar”?

La indiada era el problema. No ha sido sólo un golpe de Estado. Es la primera vez que en esta región del mundo, explícita en las redes sociales, procaz en los eslóganes de las marchas cruceñas, gritada en los noticieros, se esgrime una suerte de limpieza étnica como argumento sucesorio.

No sólo la Biblia ha entrado al Palacio Quemado. Ha entrado el cura que se la dio a Atahualpa para que el indio emperador leyera lo que no podía leer. Y con la Biblia ha entrado, otra vez, Alcides Arguedas.

Que Donald Trump haya festejado el episodio dice mucho: el pasajero de la Casa Blanca es Midas inverso y sus alegrías siempre tienen que ver con lo que arrojan los desagües. Que la OEA haya cumplido su rol golpista dice también mucho de la decadencia de esa institución que vuelve a ser burdel de los estadounidenses. Que Torre Tagle le haya negado el aterrizaje al avión mexicano que llevaba a Morales dice un montón de qué poca cosa somos en el desconcierto de las naciones sometidas al yugo de Washington. Miserables.

Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 468, 15/11/2019  p.12

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