La edición 500

César Hildebrandt

La próxima semana editaremos el número 500 de este modesto semanario.

Nunca pensé que duraríamos tanto.

Es más: nunca pensé que duraríamos más de seis meses.

Pero esta vez mi pesimismo crónico fue derrotado. Esfuerzo nos ha costado, claro está: amanecidas, zafarranchos de combate en los cierres, discusiones en do mayor, decepciones, juicios, cartas furiosas, correos biliares, pequeñas traiciones.

¿Por qué hemos persistido en un mundo que parece estar castigando a la prensa escrita?

Quizá porque hemos sido fieles a un puñado de principios que buena parte del colegaje ha olvidado.

Para empezar, en esta revista no creemos que la publicidad sea imprescindible. No la tenemos y vivimos, apenas verosímiles, de nuestros lectores. Sin padrinos ni avisaje, los que nos sostienen son los que nos compran y leen. Y ahora, los que se suscriben a nuestra versión electrónica.

Que dependamos de quienes nos creen necesarios nos permite ser independientes y libres. Y frugales.

La ruina de la prensa procede de la correcta suposición de una gran mayoría de ciudadanos de que el periodismo se ha vendido a los grandes intereses. Y eso es cierto: en Lima o Nueva York, en Buenos Aires o en París, amplios sectores de la prensa se han convertido en apéndices de las corporaciones, en el parachoques intelectual de algún Rolls Royce. Ujieres directos o telescópicos de Murdoch, ese miserable, abundan en la prensa anglosajona. Sirvientes del sistema de dominación mundial, pueblan las redacciones de las que antes fueron publicaciones libertarias. ¿Paranoia? Nada de eso. En estos días de niebla planetaria, los papeles del Pentágono no se habrían publicado y la noticia sobre Watergate no habría pasado de la página 6 de “The Washington Post”.

En Lima, el negocio del periodismo consiste, por lo general, en congraciarse con los poderosos de toda índole. Ellos son los que deciden quién está en la lista negra, qué tema es tabú, qué ideas se proscriben, a qué herejes hay que quemar. El problema es que los que cortan el jamón y quienes hacen de sus voceros ignoran que el espectáculo que montan a diario es una farsa que el público ha descubierto.

Y como la ha descubierto, ha dejado de pasar por la boletería. La ojea en una pantalla, raja de ella en una red social, la desprecia mientras toma un café con un amigo.

El desprestigio de la prensa ha costado años de empeño autodestructivo.

Cuando las grandes empresas periodísticas se sumaron a la diligencia de Wells Fargo que iba hacia la conquista del oeste, la cosa empezó a oler mal.

Allí empezaron los tratos bajo la mesa, la neutralización de las unidades de investigación, la satanización de los apóstatas, la selección natural de los temas.

¿Cómo saber si una publicación no está hipotecada? Bien sencillo: fíjese si es capaz de decir que la desigualdad en el Perú es extrema, o que los ricos pagan muy pocos impuestos, o que la CONFIEP es reaccionaria, o que la concentración de la propiedad es una trampa para el capitalismo mismo, o que la búsqueda de hirocarburos y la conservación del planeta son dos temas frecuentemente irreconciliables.

En el menú de los periodistas está el secreto de la camiseta.

Si un periódico habla del castrochavismo de Vizcarra es que ha decidido representar los diablos azules de una tranca en el Club Nacional. Si otro señala que el populismo es el peor de los peligros es que ha optado por no hablar de la necesidad de ensayar otras alternativas económicas. Por el menú se les conoce. Por la agenda se les reconoce.

Si un papel sostiene que el Estado es un peligro y la Constitución del 93 una garantía, no dude que está ante un holding de corazón fujimorista. No importa cuántas libertades sobre el género se permita ni de cuántos arco iris se cuelgue.

Como algunos saben, estuve muchos años en “Caretas”. Siempre admiré a Zileri, a quien le debí tanto. Y, sin embargo, un día de septiembre de 1973, a las 24 horas del golpe de Estado de Pinochet, cuando escribía la nota sobre lo ocurrido, me di cuenta de que algo me separaba -y para siempre- de aquel maestro sin igual. El asunto era claro: yo estaba seguro de que el fascismo chileno había sido impuesto por la CIA y por lo peor de la derecha nativa, la que venía de las matanzas salitreras y la policía política de González Videla. Renuncié a “Caretas” años después, pero mi alejamiento emocional se produjo aquel día de tensión y correcciones forzadas.

Sí, tenemos un sesgo: no podemos ser discípulos de Pedro Beltrán. Y tampoco lo fuimos -o lo somos- del socialismo del gulag y la masacre de kulaks. Nos entusiasmó la era barbuda de la primera Cuba y nos asqueó profundamente la isla donde Heberto Padilla vomitó sobre sí mismo y el general Arnaldo Ochoa fue fusilado brutalmente. Pobre Fidel: derribó a Batista para liberar a su pueblo y trató de ignorar durante años interminables cuántos en Cuba deseaban que se muriera pronto a ver si así volvía el pollo, la prensa surtida, la salud de la desobediencia.

En suma, el escepticismo nos vacuna. La ortodoxia nos aterra. Las siglas nos parecen garrapatas. Las fraternidades de encerrona y voz única son películas de terror.

Nuestra relativa felicidad es la independencia. Nuestra ínfima sabiduría consiste en que no tenemos temas vetados. Carecemos de una gerencia de publicidad. Somos tan humildes que nuestra gerente general es también editora en jefe de estas páginas. Y si les contara qué es lo que tengo que hacer cada semana para completar mi jornada, me expondría a sus burlas.

Pero vamos por el número 500. Muchas gracias

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE. N° 499, 24JUL20 p5

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