Ayer Bagua, hoy Loreto. ¿Y mañana dónde?

Ramón Pajuelo Teves

Tres muertos y al menos once heridos, es el irreparable saldo de un enfrentamiento ocurrido en la localidad de Bretaña (Loreto), entre indígenas del pueblo Kukama Kukamiria movilizados desde hace días en pos de sus derechos colectivos, y policías encargados de proteger las instalaciones de la empresa petrolera PetroTal. Esta tragedia, que acaba de ocurrir en pleno día internacional de los pueblos indígenas, refleja el grave abismo entre el empuje a la explotación de recursos como petróleo y gas, frente a la pobreza y desprotección de los pueblos indígenas que habitan ancestralmente los territorios donde se extraen dichos recursos. Muestra el engranaje perverso entre un Estado que abandona sus obligaciones básicas (proteger la vida de sus ciudadanos) y una forma hegemónica de modernidad y desarrollo mercantil, que gira en torno al rol dinamizador del capital extractivo.

El listado de víctimas sobrevivientes del enfrentamiento, recoge los nombres de comuneros indígenas kukama de Bretaña y otras comunidades del río Puinahua, con diversas edades que van desde los 23 a los 62 años. En prácticamente todos los casos la causa de su condición de heridos corresponde a impactos de bala. También los tres muertos registrados hasta el momento, perdieron la vida debido a los disparos de las fuerzas del orden. Se trata de una noticia doblemente grave y triste, considerando la situación crítica que acompaña el avance de la actual pandemia. El virus viene afectando con especial dureza a las comunidades de diversos pueblos indígenas, los cuales prácticamente se hallan librados a sus propias posibilidades de sobrevivencia.

En los próximos días, ojalá se aclaren las brumas de información que hoy rodean los lamentables sucesos ocurridos en las instalaciones de la empresa PetroTal. Algunos videos parecen mostrar que en la oscuridad de la noche, la violencia se desbordó ante el intento de tomar las instalaciones como forma de llamar la atención del Estado. Algunas organizaciones indígenas, como ORPIO y AIDESEP, no han tardado en denunciar que los comuneros movilizados no portaban armas de fuego, sino apenas lanzas y flechas de uso tradicional. Entretanto, es necesario resaltar que la tragedia que hoy enluta al pueblo Kukama, en cierta medida estaba anunciada. La violencia podía rebasar en cualquier momento la delicada situación existente en regiones amazónicas como Loreto y Amazonas. O bien, como vimos los días pasados en Espinar (Cuzco), en cualquiera de los demás lugares del país en las cuales, bajo nuevas condiciones vinculadas a la evolución de la pandemia, han comenzado a resurgir conflictos entre empresas extractivas y poblaciones locales. Esto mientras el Estado parece brillar por su ausencia, inacción, ineficiencia o simple colusión con los intereses privados de las empresas extractivas.

Desde hace varios meses los pueblos indígenas de diversas zonas del país, reclaman acciones concretas mínimas de protección frente al duro embate de la pandemia. Los esfuerzos realizados desde gobiernos regionales que han mostrado su debilidad e inoperancia, o desde un gobierno central que sigue viendo a los territorios indígenas como zonas de conquista económica, han resultado completamente insuficientes. Ello viene desatando acciones de protesta que empalman la demanda de atención estatal, junto al reclamo de beneficios derivados de la actividad extractiva. Así, desde hace días diversas comunidades adyacentes al curso del río Marañón, justamente venían movilizándose en demanda de que el Estado y las empresas cumplan sus compromisos, o simplemente hagan efectivas sus promesas de ayuda.

En el caso de la empresa Petro Tal, cuyas operaciones ocupan el lote 95, en pleno territorio ancestral del pueblo Kukama y zona de amortiguamiento de la reserva Pacaya Samiria, el eje de los reclamos indígenas no es un sentimiento de rechazo frontal a la explotación petrolera y gasífera. Se trata más bien de un caso de conflicto que muestra el simple incumplimiento de compromisos adquiridos. La empresa no ha tardado en señalar que la pandemia ha retrasado sus planes de apoyo social. Más allá de las circunstancias inmediatas, es posible apreciar severas deficiencias de fondo, que incluyen reglas de juego destinadas fundamentalmente a proteger la inversión privada. La sangre derramada hoy en Loreto, muestra el límite de las reglas de juego adoptadas desde la vigencia de la Ley de Consulta Previa del año 2011, la cual fue el producto de los trágicos sucesos ocurridos previamente en Bagua.

El reclamo de las comunidades movilizadas en Loreto, no es otro que la exigencia de cumplimiento de los acuerdos que permitieron el consentimiento local para el avance de las actividades de explotación de hidrocarburos. De acuerdo a la jerga legal de dichos acuerdos, se trata de medidas destinadas al “cierre de brechas” en la zona de impacto social del proyecto. Esto quiere decir que los ingresos de la actividad extractiva permitan obras de desarrollo tales como la ampliación del acceso a electricidad, mejora de la provisión de agua potable, saneamiento básico, fortalecimiento de los servicios de salud y educación, entre otros. Parece indudable que las condiciones de la pandemia han multiplicado las expectativas y demandas entre la población local. Pero el foco del asunto parece ser el incumplimiento de los acuerdos previos por parte de la empresa. Ante la ausencia de cierre de las mencionadas brechas, y el incremento de la sensación de exclusión frente a instalaciones privadas que parecen una isla de comodidad en medio de un mar de necesidades inmediatas, la respuesta de las comunidades consistió en coordinar acciones de protesta. Ello condujo a la toma de instalaciones de la estación N° 5 en Saramiriza. Ante la movilización de las comunidades, el Estado simplemente se limitó a reforzar la dotación policial, a fin de proteger a cualquier costo las instalaciones privadas. Dicha decisión, dirigida a evitar que en el campamento de Bretaña ocurra una toma similar a la de Saramiriza, acaba de terminar con una tragedia irreparable. Parte clave de la desgracia es el hecho de que las comunidades, como hemos visto repetidas veces en el pasado reciente, fundamentalmente buscaban llamar la atención de las autoridades estatales, a fin de obtener ayuda urgente, así como el cumplimiento de los acuerdos pactados con la empresa.

Resulta inevitable recordar los muertos y heridos de la masacre de Bagua, ocurrida en junio de 2009. Nuevamente, la sangre de humildes peruanos indígenas, esperanzados en la promesa de prosperidad y progreso asociada a la explotación de recursos naturales de sus territorios ancestrales, muestra que tras el telón de los conflictos hay algo mucho más complejo que un simple problema de oposición ambiental, de reclamos insatisfechos o de prepotencia empresarial. Un Estado completamente coludido con intereses privados, termina reproduciendo una larga historia de exclusión que marca nuestra trayectoria republicana, que puede describirse como una disociación entre derechos ciudadanos y pertenencia étnico étnico-cultural. Así, la condición de ciudadanos sujetos de derechos básicos, termina siendo un privilegio excluyente, que alcanza fundamentalmente a las personas no indígenas.

Más allá de las reglas de juego teóricamente correctas de la interculturalidad reconvertida al lenguaje burocrático, el consentimiento previo, la reducción de brechas y las ambiciosas disposiciones de la Ley de Consulta, siguen predominando viejos problemas de exclusión y desigualdad, que atañen a la propia esencia de un orden nominalmente republicano y democrático. El Estado no solo acepta desproteger a aquellos que, en el fondo, terminan considerados como no-ciudadanos. Además termina asumiendo el triste rol de agente promotor de una modernidad etnocida. Porque a pesar de los cantos de sirena del progreso y desarrollo, los miembros de los pueblos indígenas resultan condenados al sacrificio de su propia cultura e identidad, con tal de acceder a algunos retazos de “ciudadanía” o “desarrollo”. Terminan siendo infra ciudadanos. Por esa razón, los muertos y heridos indígenas de los conflictos sociales, resultan siendo víctimas desechables: se trata de no-ciudadanos cuyas vidas parecen ser el costo necesario a pagar, a fin de mantener el rumbo de nuestro crecimiento neoliberal.

Pero ocurre que los muertos y heridos siempre tienen responsables concretos. No se trata solamente de los miembros de las fuerzas del orden haciendo uso o abuso de sus armas de fuego. Es decir, de los policías causantes de disparos a quemarropa, que muchas veces expresan situaciones extremas de miedo, así como ansias desesperadas de seguridad ante escenarios impredecibles de violencia. Resulta imperativo esclarecer el origen de las órdenes dirigidas a reprimir la movilización social, incluso mediante el asesinato de los comuneros indígenas. Los sucesos de Bagua, que dejaron un saldo indeterminado de muertos y heridos, fueron resultado del intento del gobierno de Alan García de imponer un paquete de medidas destinadas a promover la inversión privada en territorios amazónicos. Dicha tragedia siempre será recordada como triste corolario de un tiempo durante el cual, el Estado peruano sencillamente se alineó a intereses privados, con el fin de facilitar actividades de explotación de materias primas, así como la firma de los otrora famosos tratados de libre comercio (TLC). Entonces la responsabilidad política alcanzó al propio presidente García, así como a su primer ministro Yehude Simon, la ministra de comercio exterior Mercedes Araoz y la ministra del interior Mercedes Cabanillas. Y como siempre, la impunidad de los poderosos contrastó con el espectáculo penoso de decenas de indígenas enjuiciados durante años por su participación en los hechos, que incluyeron el lamentable asesinato de un grupo de policías encargados de custodiar las instalaciones de la estación N° 6 de Petro Perú.

Esta vez resulta igual de grave que el actual gobierno de Martín Vizcarra haya permitido el desborde irreparable de una situación en gran medida anunciada. Porque desde hace días, como ya se ha indicado, diversas comunidades de las zonas adyacentes al río Marañón, han venido movilizándose con el fin de reclamar ayuda para enfrentar al virus, así como el cumplimiento de diversos ofrecimientos por parte del Estado y las empresas extractivas que operan en sus territorios. A pesar de las señales, lamentablemente el Estado prefirió continuar con la receta que viene aplicando luego del fin de la cuarentena: impulsar la economía a cualquier costo, incluso por encima del resguardo de la salud pública y el riesgo de expansión de la pandemia. Perú ha terminado sumando, así, las consecuencias de una crisis sanitaria sin precedentes, junto a una profunda crisis de representación política y una crisis económica de consecuencias imprevisibles en los próximos años. A ellas se acaba de añadir ahora, con el costo trágico de los muertos y heridos del pueblo Kukama, una crisis social que apenas se asoma en el escenario. No es pura casualidad que el Perú se encuentre hoy, a pesar de haber implementado una temprana y estricta cuarentena, entre los países del mundo más duramente golpeados por la pandemia del coronavirus.

A mediados de julio, al juramentar como ratificado ministro de cultura del breve gabinete Cateriano, el escritor Alejandro Neyra usó una bella mascarilla con motivos indígenas. El gesto fue destacado como muestra de su voluntad por darle un nuevo rumbo a la cartera a su cargo en lo referente a las políticas indígenas del Estado. Hace unos días, la actual ministra de desarrollo e inclusión social, Patricia Donayre, tuvo un gesto similar. Al volver a juramentar como parte del actual gabinete Martos, lució un vistoso vestido con motivos indígenas amazónicos, destacando así su origen loretano y su voluntad de aportar al mejor manejo gubernamental de los temas indígenas y regionales.

Más allá de los usos simbólicos, hay una enorme distancia entre las buenas intenciones de funcionarios y políticos de turno, y la situación real que enfrentan día a día los pueblos indígenas, en su lucha por sobrevivir y alcanzar progreso, desarrollo, dignidad y reconocimiento pleno como peruanos. Más aún en el contexto de una pandemia que los ha afectado severamente, incrementando aún más la pobreza y desigualdad, y mostrando que ad portas de su bicentenario, el Estado sigue prestándose a reproducir los engranajes de viejas exclusiones que aún nos diferencian como ciudadanos, peruanos o simples personas. Se trata de una distancia honda y dolorosa, imposible de remediar mediante el simple cumplimiento de protocolos interculturales garantes de la reglas de juego del orden neoliberal. Una distancia que a unos, desde las alturas del Estado, les permite lucir bellas obras de arte indígena, mientras que a otros simplemente los mata o hiere a balazos.

https://revistaojozurdo.pe/2020/08/11/ayer-bagua-hoy-loreto-y-manana-donde/

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