Heraud, la oveja negra

César Hildebrandt

Cuando el país que amo y que nos decepciona está a punto de hacerme trizas, pienso en Javier Heraud.

Mi esperanza se sostiene en Javier Heraud.

Hace unas noches vi el documental que hizo Javier Corcuera sobre el poeta acribillado y sentí que el Perú puede salvarse.

Que haya gente como Corcuera ya es bastan­te. Que Corcuera recuerde a Heraud es doble­mente estimulante.

Digámoslo de una vez: por lo que enfrentó, Javier Heraud es nuestro Miguel Hernández, nuestro García Lorca. Lo hicieron cadáver a balazos en medio del río Madre de Dios. Tenía 21 años. Era apenas un mayor de edad para el régimen civil de aquella época. Había escrito un puñado de poemas que no parecían salidos de la literatura sino de la naturaleza: fluían, brotaban, polinizaban, aleteaban. Debían no leerse sino casi murmurarse.

Y, sin embargo, la prensa de siempre maldijo a Heraud y lo mató dos veces. Lo llamó comunista -ese fue el titular de “La Prensa” de Beltrán dando cuenta de su muerte- y por eso lo decla­ró morible, asesinable, cancelable.

Luego vinieron riadas de porquería. Sobre su nombre se colgaron todos los desprecios.

Y sí, Heraud había estado en Cuba cuando Cuba era el amanecer de algo bueno. En esos años primordiales, ¿quién con alma no vio en Cuba un capítulo del futuro?

En ese paraíso tropical del hombre nuevo y la igualdad nuevecita y reluciente se escondía, sin embargo, el germen del bolchevismo comisarial. Pero eso vino después, mucho después de 1963, el año de la muerte de Heraud en Puerto Maldonado.

Heraud no podía saber que Cuba iba a ser una provincia ultramarina de la Unión Soviética, una Lituania con palmeras.

Lo que Heraud vio fue la primera alegría del socialismo alfabetizador, la pachanga de la liberación, la rumba santa de los milicianos que entraron a los ca­sinos mafiosos y rompieron lo que encontraban a su paso. Era la hora de la justicia social. Ya habría tiempo para otras sonoras matanceras.

Heraud vino al Perú después de pasar por un breve curso de guerrillero en La Habana. Creyó, en su ingenuidad de niño inmenso, que era fácil repetir la hazaña del Granma y que la hierba seca de la explotación y la desigualdad extende­ría el incendio tras la primera chispa guerrillera.

¿Quién pudo convencerlo de tamaño disparate?

No lo sé. A lo mejor, nadie lo persuadió. A lo mejor, Heraud quería intentarlo. A lo mejor, quería morirse entre pájaros y árboles.

En todo caso, el poeta que era un río se halló en una balsa y disparado por decenas de habi­tantes desde una orilla del Madre de Dios.

Ni siquiera el trapo blanco que flameó Alain Elías detuvo la balacera. Un campesino los había de­latado.

Se había entrenado desde febrero hasta octu­bre de 1962 en Cuba. Un poeta menor y envi­dioso dijo años después que todo había sido una farsa.

No, la farsa vino después.

Heraud dio su vida por el Perú. El Perú le pagó con el silencio. Fue considera­do un mal ejemplo, la oveja negra salida de un colegio caro, el clasemediero que traicionó a sus iguales. ¿Po­día haber alguien peor?

¿Fue un héroe? Claro que sí. Si te matan en medio de la selva porque quieres re­fundar el país que te hiere y te subleva, ¿qué eres? Heraud, en todo caso, no fue el bandido castrista que pintaron los diarios de la época. Se jugó entero por un ideal y fue devorado por su propia ilusión.

Fueron pobladores los que detectaron en aquel grupo que había entrado por la frontera boliviana a forasteros dignos de sospecha. Heraud creyó que esa gente los acogería.

Quizá el poeta ignoraba cuán resignado estaba aquel pueblo que debía redimir. Quizá nunca se interesó en la historia del Perú. Porque eso lo habría llevado a la conclusión de que la pri­mera rebeldía republicana de nuestro país hubo de importarse de argentinos, chilenos y grancolombianos. Y que durante la ocupación chilena las traiciones no escasearon en la sierra de los grandes hacendados y en la cos­ta de los exportadores de azúcar. En la selva lo único importante que ocurrió fue que perdimos territorios a manos de Brasil y Co­lombia y vimos el intento de una república autónoma en Loreto, en 1896.

Eso importa poco ahora. Lo decisivo es que Javier Heraud Pérez quiso hacer justicia por su propia mano guerrillera y fue baleado hasta la muerte cuando huía, desarmado, en una balsa al lado de Alain Elías.

Nos hemos librado de Heraud porque así de astutos somos los peruanos. Borrándolo, nos sal­vamos de recordar que un hom­bre bueno hasta el aturdimiento llegó a la conclusión de que al Perú sólo lo salvaría la indigna­ción armada.

¿Cómo era eso posible en un país donde Manuel Prado era presidente y Belaunde sería su sucesor? ¿Cómo era eso posible en una nación donde la prosperidad se veía en los nuevos ba­rrios y en el alza de nuestra minería? ¿No ve­nían empresas de Utah a invertir en el cobre? ¿No era la revolución verde, la mejora genética de los sembríos, una promesa de abundancia?

A Heraud se le maltrató como a pocos. Nadie salido del sistema reconoció en él ni siquiera la generosidad de su sacrificio. Y cuando, muchos años después, llegó Sendero Luminoso y la revolución tuvo cara de Pol Pot y hábitos malignos de Mao, todo fue más fácil. A todo intento de cambiar las cosas se le llamaría “terrorismo” y cualquier redistribución de la renta recibiría el sambenito de “populista”.

En el discurso de los vencedores, de los que controlan la gran prensa y la televisión, la his­toria con mayúsculas y la opinología en letra menuda, en esa narrativa imaginaria el estable­cimiento es Roma y quienes disentimos somos bárbaros.

El problema es que el Perú es una Roma que sólo construyó el coliseo. Y si los bárbaros son como Javier, ya sabemos quiénes habrán de prevalecer.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 526, 12/02/2021  p12

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