Los millones de Messi y el dios trucho

César Hildebrandt

El señor Lionel Messi ha ganado 550 millo­nes 500 mil euros en los últimos cuatro años, 137 millones de euros por año.

Eso significa que cada mes su amplí­sima faltriquera ha recibido la suma de 11’458,333 euros.

Lo que quiere decir que la estrella del Barcelona engordó la billetera con 381,944 euros por día. Y eso im­plica que 15,914 euros fueron a parar a sus bolsillos cada hora. Hablamos de 265 euros por minuto.

Traducido a soles: el señor Messi ha ganado 2,475 millones de soles en los últimos cuatro años, 51’562,500 soles por mes, 1’718,750 soles por día, 71,614 soles por hora. Cada minuto de su vida, hiciera lo que hiciera, el fenomenal jugador obtuvo 1,194 soles.

La publicación del contrato entre Messi y el club Barcelona hecha por el diario “El Mundo”, de España, ha revelado esta obscena monstruosi­dad. Ella expresa el mundo que he­mos hecho y es la metáfora dineraria de lo que hemos levantado como modo de vivir y entender las cosas. Un jugador de fútbol gana en cuatro años lo que equivale al presupuesto de asistencia social de algunos paí­ses del tercer y cuarto mundo. Un maestro universitario necesitará cien años de vida laboral para alcanzar una décima parte de las sumas que le permiten a Messi ser uno de los deportistas más ricos del planeta.

El señor Messi no es el responsable de lo que sucede. Como tampoco es culpable de que su club, que intenta encarnar el “patriotismo” separatista catalán, esté al borde de la quiebra.

Messi no hizo que el fútbol se con­virtiera en una gran mafia de infla­ción, burbujas insostenibles y nacionalismos baratos apenas encubiertos. Messi no hizo de la FIFA esa Cosa Nostra que es ahora. Sólo ha puesto una cuota relevante en la edificación de esta pocilga colosal.

El fútbol degenerado que hoy padecemos fue levan­tado de a pocos y por muchos. Esa chuecura es obra de clubes, dirigentes e hinchadas. Es emanación de los inversionistas oscuros que compraron instituciones y mantuvieron intereses en casas de apuestas.

Gracias a la edad que tengo conocí el fútbol cuan­do era un deporte. Se jugaba, se perdía, se ganaba, se aceptaba. Los partidos se disolvían en la memoria ape­nas terminaban. Las adhesiones venían de familia y se limitaban a las fechas de los partidos.

Nadie podrá precisar cuándo se jodió el fútbol, pero hay teorías al respecto. Los ortodoxos piensan que eso sucedió cuando llegó el profesionalismo demandan­te y entonces los agentes y los pases empezaron a ser maniobras de bolsa y trucos de encarecimiento. Otros dicen que fue Europa la gran corruptora, la que creó este mercado de figuras y figurones que algunos se en­cargaban de sobreestimar y revender por el triple del valor original. Hay quienes creen que fue el negocio de la televisión el que pudrió lo que antes era un espectáculo de asistencias y coloridos locales: esos miles de millones pagados en derechos de transmisión permitieron que los clubes se hicieran grandes empresas, con todo lo que eso significa en apalancamientos, contabilidades opacas y elusión tributaria. Y hay quienes están convencidos de que el fútbol llegó a ser la infamia moral que es porque cumplió un rol social que los Estados alentaron: desahogo de las frustraciones, distracción con­veniente respecto de los problemas verdaderos, sustituto de las guerras, espejismo de la felicidad.

Yo tengo mi modesta teoría. El fútbol jodiose el día en que Diego Armando Maradona se jactó de haber metido un gol con la mano y la pren­sa argentina lo empezó a llamar dios de tal manera que ese pobre hombre creyó tener comercio con los ángeles.

Los argentinos habían vuelto a perder Las Malvinas evitando el último combate al tirar sus armas y rendirse. En 1986 Argentina pareció encargarle a Maradona que tomara venganza, que reivindicara al ejército que el general Leopoldo Fortunato Galtieri no supo mandar ni aprovisionar. En el partido con los ingleses, Maradona anotó el mejor gol de la historia de los mundiales. Pero el primero lo marcó descaradamente con una mano hecha puño. Fue asqueroso que la prensa adicta lla­mara a esa “la mano de Dios”. Era una manera casi peronista de profesar la fe. Era casi la explicación de por qué Borges decidió dictar una conferencia literaria el mismo día en que Argentina ganó en Buenos Aires el campeonato de 1978 (aquel del sospechoso 6-0 al servicial Perú).

Ese fue, para mí, el día en que quedó claro que las reglas, el juego limpio, el honor y la decencia que­daban desterrados del fútbol.

A partir de allí, todo valió. Todo fue aceptable. Todo pareció normal. Los arbitrajes se podían comprar o ame­drentar. Las apuestas pesaban tanto que la Juventus hubo de ser castigada con la baja de categoría por haber es­tado institucionalmente comprome­tida en una mafia que jugaba con la predicción de los resultados, la FIFA administraba el negocio como si de un casino se tratara: creando copas estúpidas, apéndices inexplicables. Todo con tal de que la gallina pusiera huevos de oro dignos de las plantillas hipertrofiadas que arrastraban los clu­bes. La UEFA fue el mayor inventor de esta falsa abundancia.

Maradona fue un gran jugador y una horrenda persona. Pero la prensa deportiva peruana, coloni­zada desde hace mucho tiempo por la bonaerense, siempre lo tuvo entre sus intocables. No importaba que se drogara, que lanzara balines a los periodistas, que apareciera como un zombi deletreando idioteces. Seguía teniendo “la mano de dios”, que también era la de la cocaína.

El señor Jorge Barraza, colaborador asiduo de “El Comercio”, comparó hace poco a Maradona con Leonardo da Vinci (30 de noviembre del 2020) y anunció que en el ae­ropuerto de Ezeiza se erguiría una estatua del futbolista. Ella sería lo primero que vieran los turistas que llegaran a Buenos Aires. Y añadió: “Desde el día que cerró sus ojos para siempre, (Maradona) es nuestra más contundente marca país”.

No Hernández. No Cortázar. No Piazzolla. No Gardel. No Evita. No Lugones. No San Martín. No el Papa. Sí “la mano de dios”.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 525, 05/02/2021  p12

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