¿Qué podemos esperar del gobierno de Biden?

Paul Heideman

Joe Biden se pasó el último año tratando de ser todo para todos. En las primarias presidenciales del Partido Demócrata, hizo campaña presentándose como el moderado que podía ganarle a Trump. Al mismo tiempo, intentó ganarse a una amplia franja del electorado demócrata, que deseaba algo más que el mero retorno a la normalidad, diciendo que tenía verdaderas raíces progresistas. En las elecciones generales, prometió repudiar decisivamente el legado de Trump mientras les aseguraba al mismo tiempo a los republicanos de los clubes de campo que los cambios que prometía no serían demasiado radicales.

Biden difícilmente sea el primer político que modifica su imagen de acuerdo a sus necesidades. Sin embargo, el resumen de lo que podemos esperar de su gobierno indica que todo podría ser peor que lo que sugiere su consigna «cambiar, pero no demasiado». Biden es proclive a implementar una política macroeconómica más progresiva que el gobierno de Obama, en gran medida porque la opinión de las élites ha cambiado desde entonces. Pero en este aspecto –como en todos los otros–, hay que decir que la campaña de Biden, en la que optó por presentarse como el candidato de consenso, lo dejó mal parado para embarcarse en cualquier tipo de confrontación con las élites.

Otro día en Babilonia

Apesar de que Biden hizo campaña presentándose como un candidato moderado en las primarias, prometió al mismo tiempo implementar políticas económicas más progresivas que cualquier cosa que se haya visto bajo el gobierno de Obama. Esto solo enfatiza el desplazamiento del centro de gravedad del partido. Biden hizo campaña prometiendo la gratuidad de los colegios comunitarios, la reducción a sesenta años del límite etario para acceder a Medicare y una enorme expansión de la asistencia para acceder a viviendas sociales. Recientemente, le dio su apoyo a una nueva e importante ronda de incentivos económicos.

Pero el rasgo distintivo de Biden es su absoluto desdén por todas las campañas de miedo sobre el déficit, que dominaron la escena tanto durante el gobierno de Clinton como durante el de Obama. Mientras que el Biden de los años 1990 apoyó la enmienda constitucional que garantizaba un «presupuesto balanceado», el Biden de los años 2020 dice, con bastante justeza, que este no es momento para preocuparse por el déficit. Hay que comparar esto con el discurso de Barack Obama, que prometió reducir el déficit aun cuando el desempleo crecía hasta las nubes durante los primeros meses de su presidencia.

Durante años, a los políticos demócratas los destruyó el miedo a la inflación y a los justicieros del mercado financiero, que en conjunto castigaban cualquier intento serio de utilizar la cartera pública para el bien público. Desde la tributación a manos de la inflación de Carter, el discurso sobre el déficit forma parte del sentido común del partido. Biden es el primer candidato demócrata en cuarenta años que lo rechaza.

¿Quién dirige la batuta?

Cualquiera que esté más o menos familiarizado con la carrera política de Joe Biden sospecha que su voluntad política personal no es lo que está detrás de esta nueva docilidad que muestra frente al tema del déficit. El mismo Biden justificó este cambio tan radical notando que «todos los grandes economistas piensan que deberíamos aumentar el gasto deficitario para generar crecimiento económico». Y está en lo cierto. Ha habido un gran cambio en los círculos que definen las políticas económicas en lo que respecta a la conveniencia de los grandes estímulos financiados con déficit.

Este desplazamiento refleja en realidad el cambio de opinión de las élites económicas. La Rueda de Negocios, organización que nuclea a los ejecutivos de las corporaciones más grandes de EE. UU., dijo en 2009: «Siempre creímos que el alto déficit a largo plazo representaba una barrera para el crecimiento económico sostenido». Pero en una declaración publicada poco tiempo después de las elecciones de 2020, en la que discutían la necesidad de un estímulo frente al COVID, la organización ni siquiera mencionó el déficit, a pesar de que este creció enormemente durante el último año. La Cámara de Comercio de Estados Unidos, mientras tanto, ha apoyado el proyecto de rescate financiero de 1900 millones de dólares impulsado por Biden. Los capitalistas aprendieron que deben dejar de preocuparse por el gasto estatal y que, en cambio, deben amarlo.

Esto se debe en parte a que el gasto estatal solo tiende a generar inflación cuando la clase trabajadora es lo suficientemente fuerte como para evitar que los capitalistas se apropien de todo el dinero distribuido. Lejos de ser simplemente una cuestión de gestión tecnocrática, la inflación tiene que ver con una política de clase. Contando con que la clase trabajadora estadounidense está todavía muy debilitada –la tasa de sindicalización alcanza apenas al 10% de los trabajadores–, los capitalistas tienen confianza en que el crecimiento del gasto no les afectará.

El apoyo de Biden a estas políticas económicas, que sin ninguna duda beneficiarán a los trabajadores, se origina más en la tolerancia creciente de las élites hacia esas políticas que en cualquier movilización de los trabajadores. En las áreas en las cuales sus propuestas implican un conflicto más directo con las preferencias de los capitalistas, no deberíamos esperar que se produzca ningún cambio sustancial.

Al mismo tiempo, Biden ha manifestado su apoyo a la ley de protección del derecho a organizarse (PRO, por sus siglas en inglés), una especie de lista de deseos que incluye modificaciones legales que los sindicatos persiguen desde hace décadas. Entre otras cosas, anularía el «derecho al trabajo», promulgaría penas elevadas contra los empleadores que aplicaran represalias sobre los sindicalistas y legalizaría las «huelgas secundarias» y los boicots.

Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con muchos aspectos de la política fiscal de Biden, las corporaciones estadounidenses muestran muy poca apertura hacia la ley PRO. En algunos sectores que pagan bajos salarios, como el comercio minorista y los locales de comida, la ley atenta contra todo el modelo de negocios. A pesar de estar contenta con el gasto deficitario, la Cámara de Comercio define a la ley PRO como «peligrosa». Y, si bien que en el caso las grandes compañías tecnológicas, la ley puede no representar una amenaza existencial, estas no tienen ningún deseo de que los sindicatos incrementen su presencia.

Jimmy Carter prometió una ley de reforma laboral. Bill Clinton prometió una ley contra el despido de los trabajadores sindicalizados. Barack Obama prometió reformar el método de conformación de los sindicatos. Todos fracasaron. Hay pocos motivos para pensar que a Joe Biden le irá mejor si no hay un repunte de la militancia obrera y de la movilización de masas.

La aversión al conflicto como política

Joe Biden se presentó como un candidato de consenso, prometiendo más bien restaurar un statu quo que supuestamente reinaba antes de la elección de Trump, y no confrontar con cualquiera de los intereses de los sectores dominantes. Fue una buena táctica electoral. Y, en un momento en el que las élites estadounidenses perciben que existe cierta compatibilidad entre sus intereses y los de los trabajadores, es probable que se se implementen algunas políticas económicas progresivas.

Sin embargo, Biden no hizo hasta ahora ningún gesto que indique que está dispuesto a luchar contra la élite del poder estadounidense. Allí donde sus propuestas entren en conflicto con intereses concentrados, es probable que retroceda frente a una oposición decidida. Se encontrará tan desprevenido como Obama a la hora de embarcarse en cualquier lucha.

Esto coloca a la izquierda en una situación extraña. Por un lado, los izquierdistas que predijeron que Biden faltaría completamente a sus compromisos serán tomados por sorpresa por cualquier expansión del Estado de bienestar. Por otro lado, es imperativo reconocer que las ambiciones de Biden, tal como se presentan, permanecerán completamente circunscritas a una política de consenso con las élites.

El desafío para la izquierda es reconocer que no somos lo suficientemente fuertes como para jugar un rol decisivo en la política nacional. A pesar de que recientemente creció la cantidad de socialistas en el Congreso, todavía no estamos en posición de dirigir ninguna lucha parlamentaria contra los representantes del capital. La izquierda estadounidense deberá incrementar su orden de magnitud antes de que esto sea viable. Sin embargo, un nuevo estallido de la lucha de clases podría generar las condiciones para que se impulsen políticas mucho más agresivas a favor de los trabajadores.

El gobierno de Biden le plantea un terreno complejo a la izquierda. Solo si logramos leer este terreno e identificar la posición que ocupamos en él con exactitud, seremos capaces de hacer crecer nuestras filas y de ganar las reformas radicales que necesitan los trabajadores.

Paul Heideman.  Doctor en Historia por la Universidad de Rutgers.

TRADUCCIÓN: Valentín Huarte

https://jacobinlat.com/2021/01/22/que-podemos-esperar-del-gobierno-de-biden/

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