Un capítulo más

César Hildebrandt

Los pesimistas profesionales disfrutan con el Perú. No hay expectativa sombría que aquí no se cumpla. No hay empeoramiento que aquí no se dé. No hay pre­dicción malsana que aquí no encuentre el escenario de su realización.

Y siempre podemos estar más abajo, descomponernos más, apestar más agudamente.

Vizcarra es un asco y, al mismo tiempo, parte de la tradición. Vizcarra es un forajido y, al mismo tiempo, purito folklore. Vizcarra es un canalla y, al mismo tiempo, un continuador. Vizcarra es historia.

Y no hablemos de la historia ancestral, aquella que nos relata cómo fue que el primer presidente del Perú terminó aliado de los españoles y cómo es que después la independencia, que nos fue impuesta, se convirtió en un negocio con el tema de la consolidación, punto de partida de grandes fortunas de nuestra burguesía falsificada. Hay que decirlo: muchos de los grandes patri­monios se obtuvieron porque hubo gente que le cobró al país los sacrificios que no había he­cho en la guerra contra España. Y eso se pagó con la plata que nos dejó, en abundancia, la mierda aviar usada como abono.

Hablemos de los últimos capítulos de esta tragedia llamada Perú.

En 1980 regresamos al régimen de las elecciones. Nos gobernó un señor que hablaba como un virrey benévolo, que jamás robó personalmente pero que sí dejó que otros lo hicieran. Durante su mandato un loco que se creía el Mao de Huamanga empezó a acribillamos para fundar una Kampuchea andina.

Vino después un señor que se trajo abajo todo, excepto su bolsillo, su hacienda, sus alforjas. El primer García robó desde los fondos de la campaña electoral hasta las comisiones italianas del tren eléctrico y se hizo rico en palacio. No sólo eso: inventó a Fujimori, el chino de la yuca y el tractor que le ofreció impunidad a cambio de asesoría y ayuda de la prensa y la televisión.

Fujimori, que era profundamente japonés y que odiaba de reojo al Perú, nos pudrió íntegramente y, para evitarse incomodidades, cerró el Congreso, profirió una constitu­ción que ni siquiera Odría habría instigado y le dio el mando de las cosas diarias a Montesinos, un psicópata que se alegró cuando su padre cometió suicidio. El pueblo peruano, que había temido y adorado a Bolívar, premió a Fujimori con una reelección arrolladora en 1995. Javier Pérez de Cuéllar, que había sido dos veces secretario general de la ONU, obtuvo un tercio de los votos del autócrata. Le pasó lo mismo que al escritor Mario Vargas Llosa, despreciado por el electorado por anunciar que tendría que hacer los ajustes económicos que Fujimori juraba que no habría de hacer.

En esa década de desaparición de derechos y privatización salvaje, la derecha se sintió en el vie­jo Ancón del Yatch Club. La podredumbre fue su hábitat. Y la izquierda, que pagaba el pato de lo que habían hecho las fieras de Sendero, no supo librar una sola batalla digna.

Fujimori salió por un video que expresaba lo que era su régimen y huyó al Japón, donde más tarde quiso ser senador pero no pudo porque no le alcanzaron los votos.

De modo que elegimos a Toledo, el lustrabotas bamba, el iluminado de los apus, el cholo sagrado que se había educado en Stanford y que farfullaba un castellano fronterizo. ¿Nos reconciliábamos con lo andino? ¡No! Premiábamos el ascenso social, nos jactábamos de tener a un indio que hablaba tanto el inglés que se había olvidado del español. ¡Darling!

Ya sabemos ahora qué hizo Toledo y cómo fue que el sueño de un gobierno reconstructor acabó en una tranca interminable y ante papeles cofirmados por Josef Maiman en Costa Rica.

En el año 2006 volvimos los ojos a Alan García. Lo habíamos perdonado, claro está. Era mejor que ese comandante con cara de agregado militar venezolano. Otros cinco años de desigualdad, corrupción y parloteo patriótico. Quien se había hecho rico en el quinquenio 85-90 del siglo pasado se hizo aún más rico entre el 2006 y el 2011. También permitió que otros robaran como él y fue dócil con la CONFIEP, con los mineros, con los brasileños. A sus propiedades inmuebles nacionales e internacionales añadió una casa de 840,000 dólares en Miraflores y nadie se sorprendió. Después nos enteraríamos de algunos detalles. Cuando la fiscalía lo rodeó a pun­ta de testaferros que cantaban, se suicidó. La gran prensa lo presentó como un mártir de la severidad judicial. Eso somos.

Cuando el comandante que era aliado de Chávez firmó un papel en el que se comprometía a no cambiar nada, estuvo listo para su elección. Rehén del papel suscrito, manejado por su hacendaría cónyuge, el comandante se ganó a tembladera de pulso el apodo cruel de “Cosito”. Otros cinco años de parálisis disimulados con algunas obras sociales: el bomberismo de la compasión apagaba algunos incendios. El barrio debía seguir igual. Lampedusa editado en la imprenta de “El Comercio”.

Lo más reciente es aún más pintoresco. El señor Pedro Pablo Kuczynski daba la apariencia de ser un gringo que quería ser presidente como una distinción otoñal y resultó ser un criollazo de bajo el puente obsesionado con aumentar los acres de su norteña propiedad. Nada dramático hubiese pasado, sin embargo, si la heredera de la cepa fujimorista no hubiese decidido traerse abajo el gobierno. El encumbramien­to de Vizcarra no habría sido posible si Keiko Fujimori no lo hubiese tramado como una venganza. La Trump peruana y el venido de Moquegua, traido­res recíprocos, se encontrarían ferozmente. El resultado sería el congreso actual.

¿No les dice nada a los peruanos que sus presidentes sean lo que han sido estos últimos años?

¿No les dice nada que la señora Keiko, con la franquicia de su padre asesino y ladrón en la mano, haya estado a punto, dos veces, de ser presidenta?

¿No les dice nada que el señor Manuel Merino haya podido ser ungido, aunque sea por pocos días, presidente de emergencia?

Mi modesta teoría es que la corrupción nos es inherente. No es que en otras partes no haya po­dredumbre de la cosa pública. Es que aquí, desde que empezamos como país independiente, la sanción social no se cumple. No tenemos voluntad de rectificación. La complicidad siempre nos llama.

José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, nuestro primer presidente, traicionó al país, fue deportado y volvió al Perú en 1833. A su regreso, le dieron el título de Gran Mariscal y lo nombraron diputado.

Somos el único país del mundo en el que un presidente y comandante en jefe del ejército huye en plena guerra y cuando esta empieza a perderse. Mariano Ignacio Prado Ochoa regresó al Perú en 1886 y juró como presidente de la Sociedad de Fundadores de la Independencia y Vencedores del 2 de Mayo. Su fortuna mal habida fundaría un imperio duradero y su hijo, Manuel Prado Ugarteche, sería dos veces presidente del Perú. Así somos los peruanos.

Vizcarra es un impresentable. Pero es el eslabón de una larga y ominosa cadena.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 527, 19/02/19  p12

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