Cerrón y su novia

César Hildebrandt

Un suizo-francés criticó, con absoluta razón, las inequidades de su época y reivindicó la voluntad general como la clave de la liberación. Su nombre era Jean-Jacques Rousseau. Tres décadas después, Robespierre, presidiendo el terror de la purificación revolucionaria, citaría sus libros y sus frases. Un judío alemán analizó la anomalía radical del capitalismo e ideó la utopía de un mundo donde las tortillas se voltearan, los pobres mandaran y la igualdad se instalara. Ese paraíso, impuesto por una dictadura altruista, crearía un hombre nuevo, la paz del maná y la fraternidad de las despensas compartidas. Su apellido era Marx. Lenin lo convertiría en padre putativo. Stalin lo adoptaría como coartada. Fidel Castro se parapetaría detrás de sus barbas.

Un peruano ilustre le hizo la autopsia al Perú inmóvil de la oligarquía agraria y llegó a la conclusión de que el problema del indio y la resistencia a hacer cambios de las élites hacían indispensable una revolución que cambiara los paradigmas. Se apellidaba Mariátegui. Un charlatán que amaba la sangre derramada (mientras no fuera la suya) se apropió de su nombre y difamó su memoria. Su nombre era Abimael Guzmán.

Las ideas nacen en un estudio, a la luz de un lamparín, en el insomnio de los alucinados, y más tarde pueden encarnarse en discursos, fanatismos, pólvora, muertes diversas. Algunas veces, en algunos suburbios de la inteligencia, las ideas que ya demostraron su potencia letal y su suicida romanticismo se obstinan en no morir. El señor Vladimir Cerrón, por ejemplo, sigue creyendo que en Cuba se instauró el socialismo que Marx soñó mientras escribía en el Soho. Lo mismo creen los que susurran, a media boca nomás, “¡Viva Cuba!” pero no vivirían en La Habana ni siquiera una semana porque allí no hay prensa que los enamore ni editores que los busquen.

El señor Cerrón cree que está casado con una señora vigente y de pechos proveedores. No quiere admitir que esa novia de los años 60 del siglo pasado es hoy una momia. Tampoco reconocerá que su devoción necrófila tiene el tamaño de su terquedad. Esa novia difunta y mal cosida es el marxismo-leninismo visto por Tim Burton, lo que quedó del estalinismo después de que la RDA expirara y la gloriosa Unión Soviética se troceara y la Europa de las democracias llamadas populares pasara al basurero. Lo que no quiere decir, desde luego, que el capitalismo tiene razón y que los neoliberales deban sentirse los grandes triunfadores que Fukuyama imaginó.

Rotundamente cierto sí es que el señor Cerrón tiene el aspecto borroso de un anacronismo. Pertenece a las sobras del comunismo que fracasó y, sin embargo, ha pretendido que Pedro Castillo sea su mequetrefe, su servilleta, su chulillo y su piquichón. Se veía haciendo la revolución cubana desde bastidores. Se sentía Fidel Castro y a Castillo le asignó el papel triste de Osvaldo Dorticós, el “presidente” que durante 17 años no tomó ninguna decisión y que, cuando optó por algo, eligió el suicidio.

El problema es que el desenlace ha sido distinto al esperado. El señor Cerrón, que ha empleado a su santa madre como tenedora de cuentas bancarias del todo inexplicables, creyó que la presidencia oculta que detentaba se mantendría indefinidamente. Grave error. Echado Guido Bellido del redil y recompuesto el gabinete, Cerrón se quedó sin nada.

Porque resulta que ni siquiera el ministro del Interior –esa mixtura de abogado de Azángaro y policía capaz de cualquier cosa– es de los suyos. Ese señor es hechura de Guillermo Bermejo, que habla de la nueva constitución para darse aires políticos pero que en realidad es el jefe del lobby de los cocaleros.

De modo que Cerrón, que está en cuenta regresiva rumbo a un juicio que puede ser devastador, se quedó sin nada. A su lado están su eterna novia de sarcófago, la vejez de sus presuntos ideales y los fajos que habrá que esconder antes de los peritajes financieros. El hombre que se decía todopoderoso parece hoy un huérfano de Dickens.

Después de la salida de Bellido, la segunda gran noticia es que Perú Libre ha roto con Pedro Castillo y le ha declarado la guerra.

Eso era lo que pedíamos algunos desde la modestia de nuestras tribunas: Cerrón nos ha complacido. Anunciar que el partido de gobierno le negará la confianza al gabinete de Vásquez desnuda el verdadero talante del cerronismo. No se trata, en realidad, de un partido. Hablamos del PARTIDO, con las mayúsculas de Beria y el subrayado de Raúl Castro. Hablamos del sacrosanto partido que iba a hacer aquí, sin Granma ni Sierra Maestra, lo que los barbudos hicieron en Cuba hace una punta de años.

Espero que Castillo no se asuste. Era imprescindible que esto sucediera y que las cosas se aclararan.

El trastorno obsesivo compulsivo de Cerrón no podía gobernar el Perú. Castillo puede hacer un gobierno de izquierda que cambie la constitución donde haya que cambiarla, que modifique el modelo económico y evite el abuso de la plutocracia reinante y que inaugure un tiempo nuevo sin traerse abajo la inversión ni abrir la caja de Pandora inflacionaria. Pero eso sólo puede hacerlo lejos de Cerrón. Muy lejos de Cerrón y de aquellos que creyeron que podían apropiarse de un triunfo electoral que jamás les perteneció.

Cerrón habla de traición y desviacionismo. Cree que el pueblo saldrá a las calles y gritará su nombre. Quienes habrán de nombrarlo en los próximos días, y de modo insistente, serán fiscales y jueces. Y peritos contables.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°561, del 15/10/2021 p12

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