Perú: Abran los colegios

Juan Manuel Robles

A estas alturas, no creo que haya que esperar el momento en que sea totalmente seguro que los niños vuelvan a los colegios. Es urgente que lo hagan. Fue comprensible el confinamiento extremo durante el tiempo que duró, y el consecuente cierre de las aulas. Fue necesario y prudente. Pero con más de la mitad de la población vacunada —una vacuna que evita casi totalmente la hospitalización y reduce significativamente la posibilidad de contagio— ya deberíamos estar hablando de reabrir las escuelas en el plazo más corto. Porque aunque siga existiendo el riesgo de nuevos contagios y brotes —controlables, a decir de la experiencia internacional—, hay un peligro más grande que ya se está volviendo realidad: los efectos en los chicos. Su cabeza en formación. El futuro. Si la mesa del comedor convertida en oficina súbita ya es suficiente surrealismo (y si no lo vemos así es porque nos refugiamos en el autoengaño del “home office” romantizado), la misma mesa transformada en salón de clases para un niño de cinco años, o de ocho o de diez, el hecho que pase horas frente a la pantalla, tendría que entenderse en su real dimensión: un evento insólito que no ha sido testeado lo suficiente, algo solo tolerable por su condición temporal, como dormir en un refugio cuando llega una inundación. En todo el mundo empiezan a constatarse efectos no menores en las conductas y mentes más jóvenes.

Cualquiera que haya tenido una infancia normal sabe que el colegio, más que un surtidor de saberes y materias, es una fuente de aprendizaje social. Social sensorial. Aparecen todos los días entornos, experiencias, rostros y texturas. Hasta ahora recuerdo el olor de las manos nunca lavadas de un compañerito a cuya madre —a diferencia de la mía— no le importaban mucho esas cosas: ese olor a mantequilla, cebollas y mandarinas, las uñas largas sucias. Los niños varones nos tocamos entre nosotros tanto como las chicas: jugamos deportes y en la celebración del gol está el ritual del abrazo y la pechada. Visitamos el entorno llamado colegio durante meses consecutivos: vemos las evoluciones, pisamos las zapatillas nuevas de los amigos, percibimos los cambios de piel.

Aprendemos de los tajos, las gotitas de sangre, las cicatrices finas como trazos que quedan en la piel (y en la mente). Aprendemos a distinguir voces disímiles y a protegernos de esos niños que por siempre escupirán al pronunciar las p y las b. Aprendemos el calor, el frío, la garúa en la formación del patio. Aprendemos a jugar con el pelo largo de quien está en la carpeta de adelante. Aprendemos malas palabras y palabras subidas de tono que algún malandrín nos dice al oído (calor en la oreja). Aprendemos a mirar un rostro empapado por el llanto incontrolable: la tristeza que se nos contagia, la empatía.

Eso se ha perdido de golpe, y ya es mucho tiempo. Algunas personas me cuentan asombradas que sus hijos desaprendieron parte del habla por no estar en contacto con otros niños. O de niños que eran sociables y se volvieron tímidos, u otros que se reencuentran con sus amiguitos y no saben bien cómo interactuar en vivo. También de niños que están profundamente tristes.

Lo que escribo arriba es anecdótico, pero en otras partes ya se está estudiando cómo la pandemia afectó a infantes, niños y adolescentes. Las consecuencias son reales. En Estados Unidos, una serie de estudios coincide en que la ansiedad y la depresión se han elevado a niveles que antes solo se encontraba en cuadros psiquiátricos. Según una investigación de la Universidad de Oregón, la regresión que algunos mencionan parece ser real: hay chicos que piden dormir en la cama de sus padres (cuando habían dejado de hacerlo), niños que ya manejaban un lenguaje maduro vuelven a hablar como bebés. Hay bebés irritables capaces de llorar todo el día. Según un estudio de la Universidad de Bath, cunde la soledad y aislamiento.

También el miedo. Se están incubando miedos.

Los psicólogos suelen recomendarles a los padres que la atención es fundamental: hacerse cargo, dar cuidado y que el niño lo sienta así. Eso da seguridad y confianza. No tener una respuesta positiva, sentir que papá no está allí, lleva a la frustración. Es algo que saben intuitivamente muchos padres. Pero en circunstancias como la que vivimos surge la pregunta: ¿qué papá o mamá es capaz de mantener la calidez de sus respuestas y atenciones después de 84 semanas? ¿Qué padre puede estar igual de disponible, igual de presto para hacer la tarea de álgebra entre los platos del lonche?

En el primer mundo se estudia otro factor que para ellos es marginal: el desempleo, la súbita vulnerabilidad y la pérdida financiera como causantes de estrés en los hogares. En el Perú, un país pobre, y con millones de puestos de trabajo perdidos, este aspecto no es nada marginal. Por si fuera poco, la proporción de muertes ha sido una de las más altas del mundo. Eso quiere decir que un montón de niños se quedaron sin abuelos o padres, o que casi con seguridad les tocó ver esas pérdidas en algún amiguito. Han vivido la tristeza en casa, y también han visto a papá perder el trabajo y a mamá lidiar con el recibo de telefonía que les permite conectarse a las clases y también usar ciertos escapes en línea: Roblox, por ejemplo, esa plataforma de realidad virtual donde los niños van a jugar en lugares imaginarios, y que creció exponencialmente en la pandemia. Otro síntoma: niños que pasan horas allí. Otra fuente de aprensión: hay que vigilar esas aventuras, porque detrás de un avatar divertido que les habla puede haber un mal sujeto.

Estrés y más estrés. El estrés arruina todo. Incide en la mente y en el cuerpo. Lo peor: se contagia a los niños.

Tal vez debamos sumar, en el Perú, el desasosiego de las sucesivas crisis políticas: el hecho de que en tantos hogares papá y mamá se sientan amenazados por un candidato o por otro, por el congreso o el presidente. Y la televisión alarmista y mentirosa en la sala. Los hogares son sitios muy cargados.

Abrir los colegios no va a solucionar de golpe los problemas causados por la pandemia pero servirá para que los chicos empiecen a sanar y a olvidar, y a continuar un proceso que quedó trunco. El gobierno de Pedro Castillo, el candidato que usó como capital simbólico su condición de maestro rural, tendría que hacerlo posible, y tendría que hablarle al país de esa urgencia. Pero bueno, sabemos que él no habla. Así estamos: los hijos en casa, estresados y ansiosos —muchos con problemas de comunicación—, las aulas que no abren y un presidente mudo, que aumenta con su silencio la tensión de los días.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°563, del 29/10/2021  p15

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