Roe vs. Wade: el aborto en debate

Daniel Espinosa

En 1973, la Corte Suprema de Estados Unidos legalizó el aborto durante el primer trimestre del embarazo. Por su carácter federal, la decisión –tomada en el marco del caso “Roe vs. Wade”– pasó a regir para todo el país, limitando las restricciones que cada uno de los Estados de la Unión norteamericana podía imponer sobre sus ciudadanos.

A casi medio siglo del histórico fallo, se acaba de filtrar información que indica que la misma instancia, hoy dominada por jueces conservadores, estaría a punto de revertirlo, devolviendo a cada Estado la facultad de determinar si el derecho a abortar es derogado o se mantiene vigente.

De revertirse lo decidido en Roe vs. Wade (y todo indica que así será), los Estados de mayoría conservadora ilegalizarán el aborto, obligando a las mujeres que deseen practicárselo a buscarlo en otros Estados o recurrir a proveedores ilegales. El asunto ha renovado un debate que nunca llegó a cerrarse: ¿es el aborto un derecho humano que debería ser garantizado por la ley y proveído por el Estado? Si la respuesta es sí, ¿cuáles deberían ser sus límites y consideraciones?

El argumento del violinista

En 1971, dos años antes de que “Jane Roe” (es un seudónimo) llevara su caso desde el Estado de Texas hasta la Corte Suprema de EE.UU., la filósofa neoyorquina Judith Jarvis Thomson escribió “A Defense of Abortion” (Una defensa del aborto, en castellano).

Su texto insta al lector a imaginarse en la siguiente situación hipotética: de pronto, usted despierta y se encuentra a sí mismo conectado –a través de tubos que unen sus aparatos circulatorios– a un famoso violinista. El músico depende de usted y su sangre para mantenerse vivo por 9 meses; si acaso decidiera liberarse de esta inesperada conexión, para la cual nadie le pidió permiso, el pobre violinista perecería. ¿Estaría usted obligado a brindar este sustento?

La intención de la filósofa mencionada era demostrar que, incluso si consideramos que el feto es una persona (como el violinista) –con todos sus derechos y atribuciones–, obligar a la progenitora a sustentarlo durante nueve meses significaría subordinar sus derechos elementales y libertad corporal al derecho a la vida del primero. El ejemplo suscita objeciones, por supuesto. El embrión humano se produce luego de un contacto sexual, que, a diferencia de la sorpresiva conexión entre el violinista y su donante involuntario, fue realizado de manera consciente (no estamos considerando los casos de violación). Además, el músico en cuestión es un adulto responsable y no un inocente embrión.

Antes de intentar zanjar estas objeciones, veamos un caso parecido al planteado por la filósofa estadounidense, pero tomado de la vida real. En 1978, a Robert McFall, también estadounidense, le detectaron anemia aplásica. Los médicos le dijeron que para salvar su vida era indispensable un trasplante de médula ósea. Luego de realizar los análisis de rigor, se determinó que su primo, David Shimp, era el donante ideal. No se encontró otro. Pero Shimp se rehusó al trasplante. Ante una muerte segura, McFall decidió demandarlo, solicitando a un juzgado que lo obligara a proveerlo de la necesitada médula.

Los jueces fallaron en contra de McFall, por supuesto. La explicación dada fue la siguiente: “…la ley no obliga a ningún ser humano a brindar ayuda a otro o realizar alguna acción destinada a salvar su vida… (pues) hacerlo violaría el carácter sagrado del individuo, imponiendo una regla cuyos límites serían muy difíciles de trazar. Para una sociedad que respeta los derechos individuales, hundir los dientes en la yugular de una persona para así obtener el sustento de otra, resulta repulsivamente contrario a la jurisprudencia…”.

Aunque la decisión de Shimp de no donar un poco de su médula ósea resultaba “moralmente indefendible” –como opinó uno de los jueces a cargo del caso–, no había cómo obligarlo a someterse al trasplante que hubiera salvado a McFall (que terminó falleciendo). De la misma manera, la ley tampoco obliga a un padre o a una madre a donar una sola gota de su sangre en favor de uno de sus hijos, incluso si su vida depende de ello y se trata de un infante.

Entonces, planteamos la siguiente pregunta: ¿el haber participado voluntariamente de un acto sexual es suficiente razón para que una mujer se vea obligada a consumar un embarazo no deseado –subordinando su cuerpo y libertad individual al derecho a la vida del nonato–, considerando, además, que la ley no contempla tal subordinación en ningún otro caso (como vimos en el ejemplo de la médula ósea)?

Los límites de Roe vs. Wade

El caso judicial de 1973, sin embargo, no fundamentó su decisión –la de permitir el aborto– en el conflicto entre el derecho a la vida del feto (que no fue considerado “persona” por los jueces en cuestión) y la libertad personal y corporal de la progenitora, sino en la Decimocuarta Enmienda a la Constitución de EE.UU. Esta enmienda, de fines del siglo XIX, sirvió para impedir que los diferentes Estados pudieran recortar derechos que no estuvieran explícitamente contemplados en la Constitución. De acuerdo con los jueces que vieron el caso “Roe vs. Wade”, el derecho a abortar se encontraba implícito en el “derecho a la privacidad” y estaba contemplado en la igualdad de los individuos ante la ley.

Al legalizar el aborto en las primeras etapas del embarazo, además, estos jueces estadounidenses consideraron que estaban codificando en la ley un derecho antiguo y tradicional, pues, históricamente, acabar con el embarazo antes de que el embrión mostrara señales de vida (lo que en inglés llaman “quickening”, que suele suceder entre las semanas 16 y 20), era legal y estaba exento de condena social. La proscripción del aborto en esta etapa inicial del embarazo es un invento reciente, facilitado por avances técnicos.

El juzgado que vio el caso “Roe vs. Wade” también consideró el interés social de proteger la potencial vida humana, por lo que estableció un sistema de trimestres: durante el primero, la mujer tendría la facultad de acabar con el embarazo si así lo deseaba; durante el segundo, el Estado podría imponer ciertas condiciones, pero no podría prohibirlo del todo; finalmente, durante el tercero –debido a la viabilidad del feto– los Estados podrían prohibir el aborto, excepto si la vida de la madre se veía en peligro.

Al no considerar al embrión como “persona”, sin embargo, los jueces de la Corte Suprema estadounidense (1973) dejaron abierto un resquicio a través del cual, en el futuro, su decisión podía ser refutada. Bastaba con que el embrión o feto pasara a ser considerado persona. El argumento del violinista pretende zanjar esta cuestión estableciendo que, incluso si consideramos al feto una persona –desde la mismísima concepción, como exige la perspectiva conservadora–, con todos sus derechos, esto no sería suficiente para obligar a la gestante a someterse a un embarazo no deseado.

En nuestro altamente politizado presente –en el que se asumen posiciones automáticas en base a alianzas partidistas–, muchos defensores del aborto se apresuran en desestimar al feto, negándole cualquier valor o dignidad. De esta manera, caen en una perspectiva maniquea e inflexible que termina jugando en favor de un conservadurismo religioso que solo sabe expresarse de manera dogmática, permitiéndole colocarse en un sitio de aparente superioridad moral. En ese sentido, el aborto debería entenderse como una solución lamentable pero necesaria, pues, como señala Bertha Álvarez Maninnen, filósofa especializada en aborto y ética: “La consecuencia de criminalizar el aborto no es una explosión de bebés sanos nacidos de madres felices, sino la muerte de fetos y madres a manos de proveedores ilegales de abortos”.

Ningún dogmatismo religioso ha podido cambiar esa realidad.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°586, del 13/05/2022   p19

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