Twitter ya no es bacán
Juan Manuel Robles
La compra de Twitter por el multimillonario Elon Musk llega en un momento en que ya existía la percepción general de que la plataforma no es lo que era, que estaba más lejos que nunca de ser lo que pudo haber sido. ¿Y qué pudo haber sido? Pues algo notable y revolucionario, una iniciativa con el poder de que más personas pudieran ser escuchadas, que cumpliera uno de los anhelos caros de los albores de internet: la democratización de las voces, la participación de más ciudadanos en el debate y las decisiones. El pensamiento sin intermediarios, sin permisos ni barreras, una realidad tecnológica que abría enormes posibilidades en un mundo desigual.
Quienes nos hicimos adultos en los noventa recordamos bien esa utopía realizable: Internet marcaba el fin de la Guerra fría, la red de redes era solo posible por el nuevo orden que se vendía como la presunta victoria de las “sociedades abiertas”. Y comenzando el siglo XX, Twitter confirmaba esa idea de la red como lugar libre, generador de trincheras e islas, que permitía desafiar el poder y romper el monopolio de la información.
No duró mucho ese entusiasmo. La bonita imagen de los descamisados sin voz uniéndose para hacer frente al poderoso —ese que tiene amigos en los diarios y de pronto se veía descolocado por el poder del pájaro— se desvaneció, anulada por otras energías.
Twitter, que incluso fue usada con fines estéticos e hizo que escritores probaran sus 160 caracteres para el viejo arte del aforismo y experimentos verbales (eran autores fascinados por la tecnología, como lo estuvieron sus antecesores por la imprenta y el teletipo), encontró su verdadero espíritu. Su propósito mayor, su esencia: la transmisión agresiva de pensamientos crudos.
Por primera vez en la historia, era posible lanzar un mensaje tal como viene a la mente, sin mayor filtro ni elaboración, como quien está en un bar con amigos. Solo que publicado a una audiencia que lo puede propagar, como un virus, y pasar de cientos a miles, millones de lectores.
Fue fácil notar que es el efectismo —no la razón— lo que se traduce en decenas de miles de retuits; en estrellas (cambiadas después por corazones). El reduccionismo vende. En Twitter no existe otra moneda de intercambio que la caricatura. Y cada una de esas reacciones, esos números en círculos celestes, nos generan un placer que se agota en el mismo segundo de su obtención: queremos más. La dopamina por el tuit que acabamos de publicar se convirtió en el leit motiv anticipado. Queremos sentir la química (el contenido pasa a un segundo plano). Algo que ocurre, más o menos, con las adicciones ludópatas.
Twitter pasó de ser el lienzo abierto para dar ideas e inventar pensamientos al caudal que nos roba la atención, nos confronta y nos pone tensos. Un lugar donde un día nos sumamos a un linchamiento —sin dar opción a que la persona matice— y al otro día nos vemos nosotros mismos bajo ataque. Algunos tienen cuero y hasta le encuentran el gusto.
El periodista Luis Miranda —el mejor cronista de los noventa— publicó en el 96 un texto sobre el Vikingo, un peleador de lucha libre que se caracterizaba por ser sucio y despreciable en el ring. En un momento el autor nos cuenta lo que el señor sentía cuando estaba de pie ante el público. “Odio era igual a aplausos para él (…) Pararse ante la gradería que escupía una lluvia de insultos era conmovedor, como estar ante un auditorio de pie que te arroja rosas”.
En eso pienso cuando entro a Twitter: en que el escupitajo es una rosa. Y uno vuelve por más. Ama que venga más. O cede ante la fuerza de la masa y sus gritos.
Y eso no democratiza ni construye. Eso no crea ni ensancha la mirada. Más bien da un arma a quien quiera golpear a sus adversarios y generar impacto. Quien mejor lo entendió fue Donald Trump, que llegó a la presidencia diciendo lo que “nadie se atrevía a decir”, o sea, siendo un patán, un misógino, un discriminador. Usó también algo que se volvería la gran característica de la red social: la mentira que impacta y nadie confirma, que genera dudas. El mayor malabar de Trump no fue usar fake news: fue usar Twitter para llamar al verdadero periodismo fake news.
Con Trump quedó claro que Twitter, en madurez, tenía actores extra: compañías que lograban multiplicar usuarios para que siembren narrativas y chismes a conveniencia. Twitter, esa isla virgen, se volvió un territorio donde los poderosos, como siempre, llevan la voz cantante. Y guardaespaldas con megáfono. Y huevitos como cancha.
Es muy simbólico que Musk sea un tuitero compulsivo, alguien a quien le gusta la red justamente porque es “una zona de guerra”. Y como vivimos en un mundo globalizado, nada queda tan lejos: “daremos un golpe de Estado donde nos dé la gana; asúmelo”, respondió Musk a un usuario que se refirió al golpe de Estado que sacó a Evo Morales en 2019 (y lo acusaba de que ese golpe había sido promovido por Estados Unidos para que Musk obtenga litio barato boliviano). Ese es el flamante amo financiero de Twitter (en un contexto en el que, aún sin él, la plataforma empezó a etiquetar a “medios afiliados a Rusia”, de manera selectiva y sesgada).
El usuario estrella es ahora dueño del juego. Lo interesante es que Musk es paradigma en un mundo en que, como nunca, la “gamificación” se halla en el corazón mismo del emprendedurismo. Cada etapa del camino al éxito de una startup está prefigurada en los videojuegos del siglo pasado (de ser “semilla” a atravesar el temible “valle de muerte”). Los emprendedores siempre han visualizado mundos que no existen, pero lo de ahora es enfermiza virtualidad que hace difícil el concepto mismo de límite.
Lo vemos en dos series que acaban de aparecer y que cuentan las historias reales de Travis Kalanick, fundador de Uber, y Elizabeth Holmes, de Theranos. Kalanick es un hombre que, en su ímpetu megalómano, usa la tecnología de geolocalización en los vehículos para huir de fiscalizadores municipales, y que cuando ve que los “taxistas” empiezan a pedir más dinero, encuentra como solución acelerar el desarrollo de autos sin conductor (se jala un ingeniero de Google). Holmes, la mujer que creó Theranos, hizo dinero con un sistema para detectar diversas enfermedades con una sola gota de sangre usando una máquina… que nunca llegó a existir ni a funcionar.
En ambos casos, los jóvenes visionarios tenían aliados dispuestos a apoyar sus ideas extremas: los millonarios de siempre, con poder político y capacidad de hacer lobbies.
Hoy Twitter tiene como dueño a un jugador de los grandes que posee el ímpetu de los tiempos. Yo no puedo dejar de imaginar que la red social tendrá algoritmos más finos que nunca —para que veamos un mundo moldeado a nuestras expectativas— y que se tomarán más medidas para silenciar a los supuestos enemigos de Occidente. Placer y censura, tan sofisticados que ni seremos conscientes. Y cohetes. Dosis diarias de cohetes preciosos atravesando la atmósfera.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°583, del 29/04/2022 p20