Perú: Autovacancia

Juan Manuel Robles

Seamos claros: Castillo estaba por sufrir un tercer intento de vacancia a la mala, una manifestación más de un ataque constante que empezó el primer día que asumió su cargo. Castillo fue víctima de una dictadura congresal que no tiene escrúpulos, que ha modificado la Constitución a conveniencia para neutralizar al presidente, con un cortoplacismo de terror (los efectos terribles de ese hackeo los veremos recién en los próximos meses y años). Todo lo que recibió Castillo fue beligerancia, con intentos abusivos de sacarlo. Por supuesto, nada justifica su último y demencial acto: lo que hizo para prevenir el golpe fue precipitado —¡no tenían los votos para sacarlo!—, ilegal y de una estupidez tan grande que se parece a la negligencia. Como si él, líder gremial que se enfrentó a la Policía, no supiera que el Perú marginal debe mantenerse siempre en la legalidad protectora, ser y parecer, porque con cualquier paso en falso vendrá el Perú oficial a condenarte, el poder económico chillará “¿ya ven?”. Como si no supiera que ser débil en política es siempre estar más cerca de pisar el palito y perderlo todo.

La salida de Castillo es la peor posible: sin dignidad y renunciando al rol de víctima que podría usar a su favor de haberse allanado a la vacancia. Lo malo, además, es que arrastra con su caída todo aquello que lo hizo ganar las elecciones pero nunca defendió realmente: la nacionalización de recursos estratégicos, la segunda Reforma Agraria, la revisión del rol subsidiario del Estado y una Asamblea Constituyente donde se revisen esos temas. El ensañamiento contra esas causas será inevitable. Ya un profesor universitario bastante gris había dicho, envalentonado por la posible vacancia, que la izquierda nunca más debería gobernar el Perú. No importa que Castillo haya sido un manso seguidor de la doctrina del piloto automático, y que la administración económica —ya no hablemos del modelo— no haya cambiado un ápice (con números más que aceptables, por cierto). Era un rojo comunista y acabó como acaban siempre las aventuras “socialistas”: mal.

Castillo le regala el país a la derecha bruta, la empodera y le arma una fiesta de selfies y palmadas en un hemiciclo que parece su patio de recreo, su Playland Park. Hace quedar a Maricarmen Alva, que lo despreció torciéndole la cara en el gesto racista que inauguró este periodo infame, como un ser humano que siente y llora. Hace sentir útiles a quienes son más incompetentes que él. Hace creerse demócratas a los reivindicadores de Fujimori, que sí dio un golpe con éxito conspirador y en el trance mató gente. Su jugada absurda —que nos dio rubor, de tan ingenua— permite reivindicar el achore como vía válida de gobierno congresal.

Ahora esos forajidos juran que sus gritos valieron la pena.

Hay algo bien miserable en ese deporte parlamentario: la vacancia exprés. Se ha asimilado en el ajedrez político como un jaque mate deseable, la gran meta, el leit motiv de cada parlamento elegido, de cada oposición conformada, la nueva manera de gobernar de los fujimorismos naranjas y azules y morados. Se ha normalizado este modelo: buscar la vacancia primero, y luego las causales posibles que hagan viable el procedimiento. Se ha convertido un mecanismo excepcional en una cosa de aritmética: el presidente empieza su mandato con el conteo “votos necesarios” en la pantalla de los grandes canales de televisión: con la soga al cuello y en cuenta regresiva.

En el caso de Castillo llegamos al penoso espectáculo de la acusación parafraseada: alguien dijo que había un video, alguien dijo que existía un audio, alguien refirió a otra persona que vio dinero. Con pura baba han armado un caso que, a lo mucho, podría generar una investigación al término del mandato.

Dina Boluarte asumió como presidenta y lo primero que hizo es pedir una tregua. La armonía aparente solo puede leerse como un pacto infame entre el Congreso y la nueva mandataria. No hay que olvidar que ella también ha sido víctima de la persecución y que el plan inicial —porque tuvieron planes de acabar con el gobierno desde el día uno— era sacarla para privar a Perú Libre de la sucesión. La gran prensa, coautora de esta vacancia, también se ensañó con ella. Hasta el martes, para los cómicos de RPP era Dina “mita” Boluarte, por “terruca”. Que esos chistes se hayan acabado por arte de magia solo quiere decir que hay aquí una directiva: no es una luna de miel, lo que existe es marcaje del Congreso: esa policía secreta que despacha con infiltrados en la Policía, que se blinda con esparadrapos legales en la Constitución, que manda sus reglajes a los programas dominicales.

La presidente empieza amordazada. Y no parece que le queden ganas de luchar por ninguna causa autónoma.

Es un momento preocupante. Y me duelen, por supuesto, las ilusiones perdidas del Perú que votó por un cambio. De hecho, me pregunto si el Perú, como creen algunos, no habrá entrado en una suerte de cuarto mundo, miseria en la miseria, en que la precariedad es tal que ya ni siquiera pueden generarse historias edificantes de empoderamiento político: la del maestro de escuela rural que mira a su pueblo y entiende sus necesidades, con resentimiento del bueno, ya no parece una historia posible.

Porque el grado de incapacidad de ese maestro, ese hijo del Perú desigual, es tal, que no tendrá forma de articular un discurso, de entender una ideología, de promover una política. Ni siquiera tendrá la formación de carácter necesaria para encontrar un aliado fiable cuando toque ejercer el poder. Tal vez pensar que la vida no lo haya envilecido sea un deseo demasiado grande: el país nos golpea y los sobrevivientes que emergen en los procesos electorales, en las regiones con caciques y chupes, en la Lima de las universidades bamba, son parte, casi todos, de la misma mala hierba.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 615 año 13, del 09/12/2022, p12

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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