Perú: El límite de la crueldad

Juan Manuel Robles

La derecha peruana, que hoy gobierna gracias a un complot chavetero en contra de la voluntad popular, cree estar cómoda porque supuestamente encarna una restauración deseada y más o menos bien vista. Cree que la gente, harta del caos, la apoya. Cree que los peruanos piensan como esa comitiva que se fue a Europa a decir que el Perú está muy bien, que el nuevo gobierno ha ordenado la casa y que vamos saliendo del hoyo (esa delegación donde reparten sonrisas estrellas del Perú neoliberal, como Carlos Neuhaus, del Comando Vacuna). Y tal vez, a ojos de una parte del país, tuvieron algo de razón y algo de crédito. Pero hay una cosa que están haciendo mal, y terminará siendo su ruina: son crueles. Crueles con roche, indolentes y desalmados, y eso los desenmascara.

Porque hasta la narrativa de la mano dura más siniestra —la de Fujimori y sus comandos y sus hornos para humanos— tuvo una lista negra y un móvil de fumigación. Fue una cacería de brujas sangrienta y errática. Lo de Dina Boluarte está constituyendo un nuevo subgénero atroz. El asesinato por placer. Por purito gusto. Una película que puede verse sin problemas, porque estamos en una época en la que todo se graba y circula. Ya no es necesario el oscuro trance del testimonio con detalle. El zoom-in es el detalle, la pausa en el video es la prueba del acto.

Esta semana se confirmó la muerte de Rosalino Flórez, un chico de 22 años que se encontraba en la protesta contra el gobierno de Dina Boluarte en Cusco. Lo único que hacía era acompañar las manifestaciones. Frente a la arremetida de la Policía, se parapetó detrás de un árbol. Un efectivo se le acercó y le disparó treintaiséis perdigones de plomo en el cuerpo, por la espalda y acortando la distancia a cada tiro. Flórez terminó en el piso sangrando. En el hospital solo pudieron extraerle diez proyectiles. El resto estaba en órganos como los riñones, el hígado, los intestinos. Tuvieron que llevarlo a Lima, donde murió tras una agonía de dos meses.

Fue ejecutado porque sí. Le dispararon brutalmente. Era un joven que apenas empezaba a vivir. Que estudiaba para ser chef, como tantos chicos durante y después del boom gastronómico. No hay en esa muerte otra eficiencia que la muerte misma. No es estratégica ni siquiera en la mente retorcida de los que creen en el terror como estrategia para el control social. No es alguien tomado “por error” por criminal. Es una muerte absurda y su imagen, multiplicada por decenas en estos meses trágicos, huele mal. Es escalofriante ver cómo le disparan a un inocente.

Los periodistas del “New York Times” que investigaron los abusos de las fuerzas del orden luego de que Boluarte tomara el poder han señalado, basados en su experiencia en represiones internacionales, que lo que ha pasado en Perú es algo que no se ha visto en ninguna parte. Confirma lo que algunos pensábamos: aquí hay una decisión política de ir “más allá” en términos de represión asesina (ayuda el hecho de vivir en un país racista donde unos muertos valen menos que otros).

El caso es que están quedando imágenes cada vez más difíciles de justificar aun para las mentes más reaccionarias. La pregunta que va surgiendo es: ¿vale la pena? ¿Puede este tipo de cosas conducir a algo bueno?

La noticia de la muerte de Flórez llega en la temporada en que Boluarte y toda la coalición gobernante se han quitado la careta, luego de la llegada del ciclón Yaku. Hay un estrato nuevo de miseria en la imagen de la sucesora presidencial diciendo que no hay dinero para ayudar a los damnificados, cuando solo unas semanas atrás se enviaban helicópteros a Puno, se movilizaban tropas a la frontera con Bolivia y se compraba bombas lacrimógenas a sobreprecio. Hay desidia. Indolencia. Frialdad. Y videos como el de Flórez completan el cuadro inhumano.

Es una derecha que ni siquiera usa la lavadora favorita de los gobernantes de derecha: el asistencialismo social y las obras populistas que justifiquen el “costo” de los “excesos”. Están tan obnubilados que ni siquiera saben que hasta Alberto Fujimori reprimía con una mano y con la otra repartía bolsitas de víveres, e invertía en su base social de descamisados. Es una derecha que se siente tan poderosa que ya ni siquiera cumple con su chamba de asistir y pelear partidas de dinero.

Esa indolencia suelta de huesos se ve también en el alcalde de Lima, el aliado del gobierno Rafael López Aliaga, que se excusó diciendo que la administración anterior había dejado la municipalidad sin plata —cuando ya se han difundido gastos absurdos de su gestión edil—. No solo eso. López Aliaga propuso desalojar a la gente que vive en las quebradas, y anunció que pediría ayuda al ministro Otárola para hacerlo. La involución es clara. Esta es una derecha que, a los vicios clásicos, añade el abandono inhumano. Y uno se pregunta: ¿a quién creen que le han ganado? Quién diría que, frente a un López Aliaga desalojador, brillan altas las escaleras de cemento de Castañeda Lossio, que integraron a los cerros de Lima, con criollada de maestro de obra, pero también con ciudadanos beneficiados. Y eso que hablamos de alguien que envileció la política y la ensució.

La coalición de derecha que nos gobierna no se da cuenta de que han pasado del “roba pero hace obra” al “mata y se guarda la plata”, y que ese es un paso no menor. Ese autoritarismo de mandar a la Policía o al Ejército no les va a durar mucho. La tolerancia a la crueldad tiene un límite. Por un lado, estamos los indignados y asqueados (cojudignos demasiado sensibles), que seremos cada vez más. Pero también están los racionales apáticos, que empiezan a ver que esta indolencia casi psicópata no puede llevar a un gobierno estable, menos si no hay beneficios que “compensen”. Esos insensibles del Perú gamonal nunca exigirán justicia pero sí un análisis costo beneficio. Y esas muerte son demasiado inútiles.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 628 año 13, del 24/03/2023, p12

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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