Perú: Puno y los otros

Juan Manuel Robles

Hay una relación estrecha entre la facilidad para decir mentiras sobre Puno y la forma en que Lima sigue despreciando a los puneños, estigmatizándolos, tratándolos de salvajes, violentos y primitivos, que viven en el atraso total. Es una de las cosas más feas del racismo: activar narrativas probables ante cualquier hecho que involucre a los “otros”. El fin de semana pasado unos militares se ahogaron de la forma más absurda, tratando de cruzar el río por órdenes superiores (aparentemente, no sabían nadar). La narrativa fácil que cundió fue la siguiente: los comuneros de Ilave los hicieron huir y en su desesperación los uniformados se metieron al río. La turba tenía piedras y avellanas, así que no hubo opción: o entraban al agua o morían por efecto de las armas hechizas.

Con todos los grandes medios en una sola dirección, la historia cundió sin problemas, a pesar de su evidente inverosimilitud y sus fisuras. El racismo, decía, es caldo de cultivo perfecto para las fake news. Da lo mismo usar una foto de Juli como si fuera Ilave (también podríamos tomar alguna del lado boliviano). Altiplano es altiplano y da lo mismo.

Qué poco hemos superado esas taras que nos hacen ver a los propios peruanos como sujetos impenetrables, al punto de ser incapaces de identificarnos en ellos. Ahí va Mirko Lauer, ese columnista aburridísimo, quien por supuesto se traga la versión oficial y dice que en Puno se está gestando una suerte de Estado Islámico. Contrastar la información no cuesta tanto, pero parece, si se trata de Puno, que no vale la pena.

Cuando veo esta actitud entre personas de la cultura letrada pienso que no hemos cambiado mucho desde hace cuarenta años, cuando fue presentado el informe Uchuraccay de la comisión Mario Vargas Llosa (que escribió el propio novelista), resultado de la investigación del asesinato de ocho periodistas en Uchuraccay, una comunidad en las alturas de Huanta, Ayacucho. La masacre generó suspicacias, pues varios de los reporteros investigaban crímenes de militares (en un momento en que la práctica de terrorismo de Estado recién empezaba conocerse). Pero quienes esperaban algo de luz gracias a los hallazgos de comisionados sufrieron una decepción. Las conclusiones —escritas en solo un mes de trabajo— se han vuelto un clásico de la condescendencia y la “otredad”. La tragedia, según el documento, fue básicamente producto de un choque entre el Perú moderno y la nación telúrica. Un malentendido con salvajes que estaban muy tensos.

Lo que chirrió poderosamente entonces, más que la atendible hipótesis, fue el tono categórico. Vargas Llosa dijo tener la “convicción absoluta” de que los culpables eran los comuneros, quienes habrían confundido a los hombres de prensa con senderistas (en su ignorancia, los lentes teleobjetivos de las cámaras les parecieron cañones). “Quizá no creyeron que eran periodistas, o no acabaron de entender qué era eso. Hay que tener en cuenta el primitivismo de estas gentes”, decía el informe.

Uchuraccay es hasta hoy un misterio sin resolver. Las conclusiones del informe no contentaron a nadie —salvo al gobierno de Belaunde y a los militares—, y produjeron franca indignación a los familiares (Alicia Retto, hija de Willy Retto, responsabiliza hasta hoy a Vargas Llosa por encubrir a los “verdaderos responsables”). En todo caso, lo que hasta ahora llama la atención es el innegable desprecio. “Esos hombres y mujeres de Uchuraccay mueren y matan por razones que ni siquiera acaban de entender”, dijo el escritor en una carta a los deudos. Es interesante saber que, como una forma de entrar en confianza con las autoridades de Uchuraccay, el escritor llevó hojas de coca para repartirlas en señal de buena voluntad.

Esa otredad, que sigue viendo con sospecha la diversidad peruana, porque en ella está el salvajismo y amenaza latente contra la modernidad, sigue presente, y aflora en contextos como estos, en que la narrativa de los primitivos atentando contra el Ejército circula de forma interesada.

Lo interesante es que cuando uno analiza los hechos de Ilave y Juli entiende que, lejos de la irracionalidad impulsiva, hay una seguidilla de acontecimientos que explican la protesta airada contra los militares. Todos vimos las imágenes de la Policía disparándole a una madre con su hijo en la espalda, en Lima. Las mujeres de esa manifestación, varias de las cuales llevaban a sus hijos, eran justamente aimaras de Juli. Las imágenes del policía disparando —eso sí es una salvajada— ofendieron a Puno entero, llevaron a autoridades a rechazar la presencia militar. Días después, un ministro de Estado comparó a esas mujeres con animales y el gobierno, amenazante, envió helicópteros a sobrevolar la plaza principal.

La furia de Puno se parece a la furia de Aquiles. Es física y simbólica. Digo: la comprendemos en “nuestra” cultura occidental sin necesidad de traducciones ni análisis que tratan a nuestros compatriotas como si fueran ajenos, como si no compartieran valores universales.

La proliferación de la idea de la salvajada no solo es errónea. Es peligrosa. Porque esos discursos suelen ser el preludio de las más abyectas matanzas, de las limpiezas étnicas y los más sangrientos estados de excepción.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 626 año 13, del 10/03/2023, p

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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