Perú: Y las víctimas de Boluarte, ¿cuándo?

César Hildebrandt

Al colega Hugo Bustíos lo mató la doctrina antisubversiva del Ejército. A ella se refirió alguna vez, como profeta carnicero, un general argentinoide que después insistió en sostener que no había dicho que en una guerra la matanza de inocentes resulta poco menos que inexorable.

Pero no era el único. Los altos jefes de las fuerzas armadas habían sido educados en la Escuela de las Américas, financiada por los Estados Unidos, y todos compartían el punto de vista de que la tierra arrasada era el mejor método para segar cualquier brote insurreccional.

De esas enseñanzas salieron los milicos salvadoreños que enfrentaron al Frente Farabundo Martí, con la ayuda del ejército mercenario de las familias del café. Salieron de allí también los almirantes argentinos que en la Escuela Mecánica de la Armada mataban a fuego lento a quienes no delataban a sus cómplices y a maretazo limpio, lanzados desde helicópteros y atados a rieles ferrocarrileros, a los que ya habían hablado. Mi coronel Manuel Contreras, segundo de mi general Pinochet en la escala del terror, tenía cara de pentágono cuando le encargó a Michael Townley, el agente de la CIA que trabajó para la dictadura chilena, que matara a Orlando Letelier en pleno Washington D.C. Y de la Escuela de las Américas, que en el 2001 y de pura vergüenza se puso el nombre de Western Hemisphere Institute for Security Cooperation, habían salido las manadas de gorilas que en Brasil torturaron y mataron a quienes resultaban ser enemigos o iban camino de serlo.

Estuve en Uchuraccay y hablé con los campesinos que habían matado a los periodistas y al guía. Percibí que estaban sorprendidos de que se les interrogara y juzgara. Era evidente que habían recibido instrucciones asesinas del comando político-militar que manejaba el general Clemente Noel Moral, con quien, poco más tarde, tuve un tenso intercambio de opiniones.

Daniel Urresti ha sido condenado a doce años de prisión porque se le ha encontrado, con toda razón, responsable de la muerte de Hugo Bustíos, el corresponsal de “Caretas” en Huamanga. Él era “el capitán Arturo”, el jefe de inteligencia, el trazador de campañas y el más que probable designador de blancos.

Sendero mataba como mandaba alias Presidente Gonzalo, pero el Ejército, llamado por Fernando Belaunde, creía estar combatiendo al vietcong. Lo que pasó en la aldea de My Lai se multiplicaba en los Andes. No había culpables individualizados. Las comunidades, los pueblos, pagaban en masa el costo de la sospecha, la cooperación forzada con el enemigo. En cuanto a monto de cadáveres y ríos de sangre, los militares y el senderismo empezaron a parecerse. Era más que una guerra: era una orgía planeada por la parca.

Si eso hubiese continuado de esa manera, el Perú habría caído en manos de ese ejército senderista, nacido en Yenán pero perfeccionado en Camboya, y una intervención armada de la OEA se habría hecho imprescindible. Habríamos sido una súplica internacional, no un país.

Todo empezó a revertirse cuando se armó al paisanaje herido por las prácticas de la guerrilla y cuando se entendió que la penetración, la inteligencia y la captura de líderes y personajes claves eran el camino.

No fue el ejército, como dice la derecha, quien derrotó a Sendero. En sus cuarteles ni se enteraron, felizmente, del operativo que dio con la casa de la Garrido Lecca. En esa guarida, donde en las tardes brillaban los tutúes, cayó cobardemente el gran capo.

Urresti está en la cárcel por un crimen cometido hace 34 años. Qué bien. ¿Pero dónde están los militares responsables de las muertes perpetradas por el gobierno de Dina Boluarte en Huamanga? La Fiscalía parece interesada en encubrirlos. Por eso desarma lo hecho, rehace los despachos, desnombra a quienes ya estaban en la investigación. ¿Por qué? Porque este es un gobierno donde los milicos tienen una gran presencia, un peso determinante. Y es importante protegerlos, como lo hizo Fujimori. En Huamanga, hace poco, la consigna fue disparar sin medir las consecuencias ni guardar las proporciones. En Juliaca, la policía plagió el método y disuadió con plomo. El Perú de siempre, el viejo zombi de las encomiendas y los latifundios, había apretado el gatillo. Un régimen que intenta encarnar todos los anacronismos que supuran y lastran al Perú, alzó su voz para imponerse. La pólvora había hablado otra vez.

Urresti está entre rejas. Los muertos de Boluarte exigen una justicia semejante.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 631 año 13, del 14/04/2023, p16

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