Perú: El cáncer conservador

Daniel Espinosa

Dicen que no hay mal que por bien no venga y, aunque el costo ha sido demasiado alto, los recientes y numerosos crímenes de lesa humanidad del Estado peruano y su posterior encubrimiento –tan torpe como sus excusas para las masacres que desean ocultar– han obligado a los sectores más rancios y antidemocráticos del país, el segmento ultraconservador y los “remanentes” del fujimorismo noventero, a mostrar su horrible cara.

En esta columna (“Régimen híbrido”, 3/3/23) denunciamos lo que la policía había hecho el último 9 de febrero en Apurímac, donde un grupo de patrulleros persiguió a un camión lleno de manifestantes que regresaban a sus localidades, lo emboscó y disparó a mansalva contra la carrocería, asesinando a nuestro compatriota Denilson Huaraca, estudiante de 23 años, e hiriendo a varios más. Quien comandaba esta “operación” –que, como también señalamos entonces, se parece más a un golpe de la mafia o el narco, que a una redada policial– fue el “remanente” del fujimorismo noventero Luis Jesús Flores Solís (no conozco su alias), ex-GEIN y exagente de inteligencia del Ministerio del Interior, ese despacho siempre tan amigo de la embajada estadounidense y su subversión internacional.

La carca conservadora nos quiere hacer creer que, si acaso Denilson Huaraca y los que viajaban con él –que iban inermes y jamás opusieron resistencia–, se habían manifestado violentamente, entonces merecían morir baleados por un comando de policías corruptos y remanentes fujimontesinistas al servicio de esta fugaz toma de poder conservadora. Esa es la táctica: atarantarnos y confundirnos, aprovechando la ignorancia masiva, para que olvidemos que vivimos en un Estado de derecho en el cual el supuesto criminal no es ajusticiado sumariamente, sino juzgado por una corte imparcial y de iguales. Iguales, esa palabra tan detestable para el conservadurismo.

Ahora que ellos y sus crímenes son visibles, que su hipocresía es patente y que todos sus esfuerzos parecen encaminados a destruir nuestro Estado de derecho, los peruanos que valoramos la democracia (no somos todos, desgraciadamente), podemos decirles: hasta aquí nomás, vayan a recrear el medioevo a sus casas. Así separamos la paja del trigo.

Y debemos aclarar que la idea de una izquierda “conservadora” es un oxímoron. Solo podría ser el invento de angurrientos y advenedizos que, buscando réditos políticos, se disfrazan de lo que consideran que les granjeará más votos. El carácter antidemocrático del conservadurismo –que en un orden político moderno y republicano no tiene otra alternativa que disfrazarse de democrático– debería enseñarse en los colegios. El asunto no podría ser más sencillo: el concepto de igualdad entre los seres humanos, tan fundamental en democracia, sencillamente no va con el conservador, que ha basado buena parte de su identidad y visión de sí mismo y la sociedad en la muy placentera idea de que él, y su tribu, son los depositarios de las costumbres correctas, de la procedencia social correcta, de la forma de vestir y hablar correctas y, en muchas ocasiones –pues casi todos los racistas del mundo se declaran conservadores–, hasta del color de piel correcto.

El conservadurismo, aplicado a la política y en boca de sus propagandistas, es un credo basado en el desprecio por el prójimo y consiste en la creación sistemática de un “otro” como “problema a resolver” y la imposición de un orden al que toda forma de pluralidad o tolerancia resulta tóxica. Cuando el conservadurismo gobierna –casi siempre con trampa, pues el carácter abiertamente canalla de sus bolsonaros solo consigue el voto de otros canallas–, los que han tomado el poder son el miedo y el desprecio por el otro.

La raíz del conservadurismo

Thomas Jefferson, uno de los padres de la patria yanqui, fue un republicano radical (con lo que no me refiero a que estaba firmemente alineado al Partido Republicano de los Bush y Trump, que no existía en sus tiempos como en la forma presente, sino a su pasión por la construcción de una sociedad de iguales). Jefferson pensaba que el antagonismo entre liberales y conservadores –o entre “demócratas y aristócratas”– era connatural al ser humano. Así lo expresó en 1824, en una carta dirigida a un historiador llamado Henry Lee:

“Por su constitución, los hombres se dividen naturalmente en dos partidos: 1. Los que temen y desconfían de la gente y desean quitarle todo su poder para ponerlo en las manos de las clases altas, (y) 2. Los que se identifican con la gente, confían en ella, la atesoran y la consideran la más honesta y segura, por mucho que no sea la más sabia depositaria del interés público. En todos los países existen estos dos partidos, y en todos los (países) donde son libres de pensar, hablar y escribir, se declararán a sí mismos. Llamémoslos, entonces, Liberales y Serviles, Jacobinos y Ultras, Whigs y Tories, Republicanos y Federalistas, o por cualquier otro nombre que nos plazca; son los mismos partidos de siempre y buscan los mismos objetivos…” (tomado de: www.founders.archives.org; la traducción es propia).

Hoy, sin embargo, parece que hemos olvidado o restado importancia a la raigambre profundamente antidemocrática del conservadurismo político, a su naturaleza aristocrática y a su desprecio por las masas, es decir, por el ser humano. El conservador dedicado a la política y la propaganda no se identifica con la humanidad, sino con alguna tribu de personas “mejores”. En la mayoría de conservadores, esta naturaleza que llamamos “aristocrática” no se manifiesta en el sentido de pertenecer a la élite, sino en una deferencia y un servilismo casi instintivos hacia ella.

Jefferson lo tenía muy claro hace 200 años y, en términos fundamentales, la cosa no ha cambiado tanto. “El hombre enfermizo, débil y tímido le teme a la gente, y es Tory (como se les llama a los conservadores británicos) por naturaleza”, le escribiría en 1823 al marqués de Lafayette. La mente conservadora es pequeña, mezquina, y está profundamente asustada. Al conservador le gustaría detener el tiempo, así como obtener seguridades que no existen ni jamás obtendrá; seguridades psicológicas: seguridad para su identidad, su posición social y su intolerante y dogmática visión del mundo.

Y qué mejor ejemplo de esta tara aristocrática que Rafael López Aliaga, quien, con su banalidad, su soberbia y su displicencia, parece comunicarnos al resto, a la chusma, que un tipo como él no necesita preparación de ningún tipo para ser alcalde. Tampoco necesita cuotas visibles de talento o inteligencia, mucho menos virtudes como la honradez o el respeto por el otro. Él es élite natural. Nació alcalde. Sus apellidos suenan a nombre compuesto, a rancia nobleza española, y nos gobierna por derecho. Basta con salir a balbucear algunas sandeces, con aroma a desinfectante, y la gentuza debería darse por bien servida, después de todo, este hombre ejemplar, adinerado, blanco y de buen apellido, ha asumido el noblesse oblige de gobernar sobre las turbas desorientadas, ¡qué suerte la nuestra!

Resulta sorprendente que, en democracia, el cáncer conservador no sea una corriente periférica y extravagante, como el Ku Kux Klan y otros esperpentos surgidos de esta ideología, que no es otra cosa que un torpe intento de justificar la mezquindad humana. La mejor manera de discutir con un conservador es también la más simple: hay que hacerle entender que preferimos vivir en democracia y que la humanidad es nuestro tesoro.

Toda la humanidad.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 635 año 14, del 12/05/2023, p14

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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