Perú: Playa para pobres

Juan Manuel Robles

Hay algo monstruoso en la nueva “playa artificial” inaugurada en San Juan de Lurigancho por el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga. Es algo que va más allá de la anécdota y del espanto que provoca el gasto absurdo de colocar arena alrededor de una piscina pública perfectamente operativa, la más grande del Perú, y convertirla en playa de la manera más básica imaginable. Porque entre meme y meme, entre el reportaje que muestra cómo la arena se mete en el agua con cloro, ensuciándola, y la foto aérea desoladora, asoma una verdad más incómoda: esta obra es, a su modo, una forma de matonería. Es la estampa autoritaria del conservadurismo “vencedor” que hoy se siente con carta libre para intervenir el espacio y divertirse a costa de todos, y mejor de los más pobres. Esto es lo que tenemos para ti, poblador: ríete y no seas malagradecido. O a llorar a la playa (a una de verdad).

El mensaje es claro. El señor Porky y sus amigos nos dicen: estamos en el poder y hacemos lo que nos da la gana, sin perder el sentido del humor. Gastamos el dinero y les damos a los pobres lo que vemos que les sienta bien: no una playa artificial —como en Japón o Chile— sino una parodia, un meme, una caricatura de Carlín, con un costo de 145 mil soles. Montamos un show transmitido vía microondas con los canales amigos y vemos cómo chapotea de felicidad toda esa gente.

Es sobrecogedor y es patético. Al ver las tomas aéreas, no puedo dejar de pensar en la triste evolución de las derechas municipales. Un mercantilista turbio y con ganas de reelegirse como Castañeda Lossio podía promover una criollada audaz, usando solo cemento y maestrito de obra: escaleras sin barandas, absurdas en cualquier plan edil de Sudamérica, pero que en su simpleza servían para conectar nuestros cerros peruanamente invadidos, porque alguien se había tomado el trabajo de analizar la zona y las necesidades. Esa derecha consideraba que a los pobres ciudadanos no valía la pena darles demasiado —lo justo para que sonrían, si se caen, piña—, pero al menos les concedían la dignidad de una obra que ayudaba en la vida diaria.

Esta nueva derecha de López Aliaga, que le hace ojitos a la sucesora constitucional —que pone orden asesinando peruanos—, no llega ni a eso. Nos trae este mamarracho que ni siquiera se parece al ya bastante mamarrachiento sketch en tercera dimensión presentado en el verano. Por supuesto, el entusiasta orgullo e ímpetu con que el alcalde inaugura la obra nos revela mucho de qué se trae entre manos.

La piscina con arena chorreada no es solamente un producto de la mente escasa del alcalde. Es síntoma de un momento político. Son tiempos de restauración conservadora y eso tiene implicancias prácticas y simbólicas.

Atrás quedaron los días de las discusiones sobre la importancia de la democratización del espacio público. Hoy se ven como asuntos de rojos y progres: los cojudignos que por sus ideas nos llevaron a la “debacle” de Castillo, y que hoy, vencidos, merecen la marginación total. Hace solo algunos años, alcaldes moderados, de centro y hasta de derecha, discutían cómo recuperar espacios para todos. Había incluso un alcalde distrital del PPC que andaba en bicicleta y cerraba espacios a los automóviles. Los parques y las playas se volvían más accesibles. Es cierto que eso estaba impulsado por la llegada de proyectos inmobiliarios y clases medias con ganas de gastar, pero allí estaban: picnics y sesiones de yoga en los parques y en los malecones que otros querían ver selectivamente intangibles.

Hoy eso se acabó y el final tiene tufo a moraleja ideológica. Cada cual por su lado. Es absurdo que en una ciudad costera como Lima se piense en una playa artificial. Pero al mismo tiempo es algo que, en el contexto actual, no tiene nada de absurdo. El Perú de Dina Boluarte es el de una lluvia de arena para hacer gozar a los desposeídos. Es populismo sin imaginación y con una cuota de humor negro.

No es casual que, en la misma inauguración de la “playa artificial”, el alcalde haya dicho que cuidará del Centro de Lima, lo revalorará para el turismo y que sacará a cualquier “terruco” que quiera hacer destrozos ahí, a cualquiera que se atreva a atentar contra la sagrada monumentalidad. El alcalde no dijo —nadie se lo preguntó— que acababa de malograr la piscina más grande del país, con una obra cuyo descuido y desprolijidad solo puede explicarse por una cuota grande de desprecio.

La defensa conservadora de la ciudad tiene un significado distinto en la Lima patrimonial del que tiene en la ciudad infinita de los descamisados, las pistas rotas y la delincuencia a flor de piel.

Llámenme paranoico, pero para mí esto es expresión del autoritarismo de esta derecha que se siente vencedora, y que tiene muchas caras: por ejemplo, ponerte serio para llamar terruco a todo aquel que quiera tomar el espacio de todos para hacer oír su voz. Y reírte a carcajadas luego de arruinar una piscina pública de 7,500 metros cuadrados, diciendo que ahora se podrán hacer castillos de arena, porque los granitos son traídos de Miraflores y qué chévere va a pasarlo “la gente”. Y los periodistas riéndose también, tolerando esta burla de arena, esta extravagancia. Me temo que será el tono dominante por un buen tiempo.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 636 año 14, del 19/05/2023, p12

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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