Maldito siglo XX
César Hildebrandt
De nada sirvió leer todo lo que uno pudo.
Absolutamente de nada sirvió creer que el mundo quería librarse de las tiranías del dinero, la explotación, los deseos de conquista, las orgías de sangre de las guerras.
Y mucho menos que nada fue suponer que mi país, que fue imperio central y virreinato hegemónico, marchaba a ser república ejemplar.
Todas eran ideas huecas, romanticismo de baratija, ideales en el peor sentido de la palabra.
Lo cierto es que quienes creímos en un mundo distinto y mejorado, hemos sido derrotados.
Si el mundo era moralmente repugnante cuando Roma se pudrió y si lo siguió siendo cuando el cristianismo puso los cimientos de una larga oscuridad, ¿qué podríamos decir de estos tiempos?
La historia es una sucesión de sangres, es cierto, pero casi siempre hubo, hasta el maldito siglo XX, la esperanza de la contestación, el trabajo de los herejes, la influencia de los valientes y marginados que se atrevían a decir que la tierra no era el centro, que la santísima trinidad era debatible. Eso terminó en el siglo XX.
Las dos guerras mundiales desatadas por las burguesías occidentales y las élites europeas nos dieron el rostro que hoy tenemos: el de los lobos esperando su presa.
Asistimos en el maldito siglo XX al sacrificio fatuo de una generación y a la demostración, en Hiroshima y Nagasaki, de que la ciencia de matar había alcanzado niveles de grandeza que pocos monstruos pudieron soñar. Asistimos a la persecución y asesinato masivo de los judíos a manos de un psicópata que subyugó a un pueblo idiotizado por el nacionalismo y el rencor. Asistimos, a mediados de esa centuria desdichada, al peor de los desenlaces: la preponderancia de los Estados Unidos, una república degenerada por el fetiche del dinero, la vocación por la expansión y el propósito de un dominio armado de todos los escenarios. El país que permitía el linchamiento de los negros y fomentaba el saqueo y las dictaduras más atroces con tal de que fueran suyas se irguió como árbitro moral y fuerza de choque de sus conglomerados industriales. El planeta entero se convirtió en patio trasero del imperio más vulgar que haya parido la historia contemporánea.
El maldito siglo XX fue maldito no sólo porque sus carnicerías se contaron en decenas de millones sino porque normalizó el horror y el cinismo. Después de la doble derrota de Europa, Estados Unidos implantó su ideario de botas y barro: el sistema del mercado implacable se defiende con bombas. El poder se libró de todo límite.
Fue maldito mi siglo porque el gran experimento social imaginado por Marx terminó en tenebroso desastre: en 1989 cayó el muro de Berlín, que jamás se debió construir, y poco después la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas implosionó de modo inexorable. La utopía de una república de trabajadores organizados en la solidaridad y la equidad se desfiguró en el camino y llegó a ser una especie de zarismo de izquierdas. Fue un grande y doloroso funeral de la fe.
Mientras tanto, los Gramsci de derecha, los fascistas disfrazados de académicos, festejaron la derrota del socialismo moscovita como sólo ellos podían hacerlo: decretando la muerte de los derechos laborales, proclamando el fin de la historia y confundiendo el liberalismo económico con la eternidad.
Fue entonces que China, la república que había surgido del milagro de la Gran Marcha y la obstinación de Mao, decidió renegar de sus ancestros y apostar por los viejos comercios de la seda y la pólvora. El gato de Teng Tsiao Ping se comió la momia del patriarca muerto. Creo que fue la época en que el inolvidable Carlos Monsiváis le puso a su minino el nombre de Miau Tse Tung.
En el siglo de la barbarie fue que nos acostumbramos a la muerte. En un momento del que no tenemos recuerdo preciso (es un mecanismo de defensa), nuestra mente se ensució lo suficiente como para que las masacres no nos alcanzaran. Estábamos viendo algo en el cable cuando los hutus empezaron su faena en Ruanda. El napalm, anaranjado y vistoso, nos había hecho voltear los ojos hacia la devastación de los campos vietnamitas por la aviación norteamericana. Los machetes africanos son menos fotogénicos.
Es maldito el siglo XX porque engendró el XXI, que es la obra maestra de la estupidez. Nunca como ahora la ignorancia y la brutalidad han reinado con tanta desfachatez. El Perú, que fue un proyecto siempre basadriano, una víspera, una antesala de la plena realización, es hoy este muladar. El mundo, que creó la ONU para ser menos salvaje, autoriza matanzas como la de Gaza y nos propone el silencio como ruta de escape. El XXI es la excreta del siglo XX.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 661 año 14, del 10/11/2023