La libertad de creencia y el cardenal Cipriani

Alberto Adrianzén

Imagínese, estimado lector, que un día cualquiera un representante de nuestro Congreso propone una nueva ley que consiste en exhortar a todos los ciudadanos a obedecer y propagar los Diez Mandamientos en la casa, en el trabajo, en las escuelas, en las iglesias, participen o no de la tradición judeocristiana; es decir, que ateos, budistas, musulmanes o de otras religiones o posturas filosóficas no puedan escapar de esta ley y tengan que cumplir con los famosos mandamientos que recibió Moisés.

Este ejemplo extremo, que bien puede sonar a broma y que implica una suerte de “legislatura divina y que da miedo”, existe. En 1996, el senado del Estado de Tennesseeen EE.UU. aprobó dicha ley, además de rechazar una enmienda que “eximía de tal obligación a los templos hindúes, musulmanes y budistas” (Wendy Kaminer: Durmiendo con los extraterrestres, p. 97).

Dicho en otras palabras, todos los ciudadanos, sin excepción, creyentes de diversas religiones y no creyentes, estaban obligados a ser objeto de esta forma de nueva evangelización.

Es verdad que la palabra “exhortar” es distinta a “obligar”. La primera no es una orden que debe ser cumplida pero crea una atmósfera que, tarde o temprano, puede terminar en la imposición. Como dice Kaminer, “Las cruzadas que persiguen destruir las fronteras entre iglesias y Estado constituyen una amenaza mucho mayor para la tolerancia religiosa que cualquier puñado de ateos evangélicos. Las teocracias habidas a lo largo de la historia así lo han puesto de manifiesto” (p. 26).

Esta reflexión viene al caso porque a raíz de la aprobación del Protocolo para el Aborto Terapéutico (PAT), así como de la demanda para el reconocimiento de la Unión Civil (UC) entre personas del mismo sexo, hemos visto desfilar a personajes que buscan —algunos por puro oportunismo político y otros por sus creencias fundamentalistas— destruir, justamente, las aún frágiles o débiles fronteras entre el Estado peruano y la religión.

Es decir, persiguen el regreso a un Estado teocrático en el cual “las tendencias sociales que criticaban los conservadores no eran pecados de humanismo secular, sino la consecuencia de una negativa de abrazar ciertas interpretaciones sectarias de las Escrituras” (p.82).

El conflicto, por lo tanto, con aquellos que se oponen al PAT o a la UC no es solo porque tengan ideas del siglo antepasado o, simplemente, porque sean conservadores, sino porque expresan un nuevo proyecto teocrático y reaccionario que trata de imponer sus propias ideas religiosas y liquidar cualquier atisbo de pluralismo democrático.

En este caso, la diversidad está prohibida como todo aquello que en este país vaya contra las Sagradas Escrituras y el credo neoliberal.

Que hoy los abanderados de esta posición sean el cardenal Juan Luis Cipriani, editorialistas de El Comercio como Martha Meier, sectores conservadores del PPC y del fujimorismo, medios de comunicación claramente alineados con el proyecto neoliberal, agencias encuestadoras ligadas, según observadores, a la dictadura fujimorista, es la mejor demostración de que todo este debate pasa por coordenadas políticas.

Estos sectores buscan imponer una agenda conservadora que incluye, no solo ideas contrarias a una real secularización del Estado, sino también al neoliberalismo como proyecto económico.

No es, por tanto, un asunto solo de “mujeres” o de las comunidades gay (GLBT), sino también de los sectores auténticamente liberales, democráticos y progresistas del país. Por eso llama poderosamente la atención la actitud —inaceptable, por cierto— del decano del Colegio Médico, César Palomino, quien, por atacar a la ministra de Salud y defender sus demandas gremiales, haya terminado de la mano del cardenal Juan Luis Cipriani y del peor conservadurismo.

En el fondo, lo que se juega hoy en el país no es solo el futuro del PAT o de la UC, sino las relaciones entre el Estado y las iglesias y sus autoridades, así como la posibilidad de una sociedad pluralista y moderna, lejos de toda imposición religiosa.

Por eso es inadmisible en un Estado que se dice laico, el trato que el cardenal Cipriani ha dado a los ministros de Justicia y de la Mujer cuando se refiere a ellos como “un tal Figallo” o una “tal Omonte” o al desear, entre líneas, que el “fuego del infierno” castigue a la ministra de Salud.

Ese es un trato que el Gobierno debería rechazar de plano, además de llamarle la atención no solamente por ser una autoridad religiosa que representa al Estado del Vaticano, por algo existe el Concordato, sino porque además es una institución que se beneficia con una subvención que el Estado peruano le entrega cada año a la Iglesia católica y que administra el Ministerio de Justicia.

No hay que olvidarse que la condición para que todos puedan tener o no un credo o una religión, no importa cuál fuera, es el respeto a todas ellas y su ubicación en el ámbito privado.

El otro camino es la teocracia y una sociedad organizada en función a una religión única, en la cual, como manifiesta el fundamentalista Charles Colson: “Solo la Iglesia puede decidir de manera colectiva en qué punto un gobierno se vuelve lo suficiente corrupto para que un creyente deba seguir tolerándolo” (p.91). De ahí al “alzamiento religioso” cuando un gobierno es calificado de “impío” hay un solo paso y eso lo sabe bien Cipriani.

http://diariouno.pe/columna/la-libertad-de-creencia-y-el-cardenal-cipriani/

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