Huellas de Máximo Damián Huamaní


Rodrigo Montoya Rojas

Seguimos despidiendo a Máximo Damián Huamaní, con tristeza y alegría, cantando, bailando, acompañados de su violín en nuestros corazones.

Acabamos de enterrar en el cementerio El Angel a Máximo Damián Huamaní, con tristeza, gratitud y alegría, con lágrimas en los ojos, cantando y bailando, como se entierra en lo ayllus de mi provincia de Lucanas a los artistas danzantes de tijeras, arpistas, violinistas y cantantes que alegraron nuestras vidas.

Nació en 1936 en San Diego de Ishua, un anexo del distrito de Aucará de la provincia de Lucanas, en el precioso y pequeño valle de Sondondo, tierra de nuestro Guamán Poma de Ayala, el primer cronista y etnógrafo quechua. Su padre era violinista y acompañaba a los danzantes de tijeras en el circuito regional donde las plazas mayores eran Andamarca, Cabana, Puquio, Chilques y San Cristóbal.

Aprendió a tocar el violín muy niño, a escondidas, hasta que una tarde, ante la preocupación de su padre por no poder cumplir con un compromiso, le dijo: “yo tocaré por ti”. El maestro se rindió ante la evidencia de ver a su retoño de doce años por su mismo camino con los saberes y sentimientos de los abuelos. De nada sirvieron sus consejos para que Máximo no siguiera sus pasos.

Su violín pudo más que la escuela. Con el respeto que aprendió por todas las personas mayores, al llegar a Lima y caminar por sus calles, saludaba a todos: buenos días mamá, buenos días papá, hasta que luego de haber dicho tantas veces lo mismo se le enronqueció la voz y tuvo dificultades para hablar. Con su mirada y oídos atentos, aprendió a conocer bien a las personas y cultivó un sentido del humor y una picardía que fue una de sus armas para soportar el racismo de Lima, para aprender a convivir con la hostilidad colonial de todos los colores. Acompañó con su violín a los arpistas y danzantes en las fiestas patronales de su tierra por la comida, la fiesta y algún dinero. Su padre era un agricultor y pequeño ganadero por encima de todo, y violinista en los días de fiesta. Como Máximo no podía ser agricultor o ganadero en Lima, se dio cuenta que podría, tal vez, ganarse la vida con su violín. El horizonte de ser solo un empleado doméstico y un mil oficios lo hacía llorar. Hace algo más de 60 años, tentó suerte en el Coliseo Nacional. José María Arguedas lo vio y oyó tocar, quedó prendado de la fuerza de su violín con la música de los ayllus de Lucanas. Nació así una amistad que duró toda la vida. Arguedas fue desde entonces el molle que le dio la sombra que le hacía falta.

En una de las visitas a San Diego, Máximo vio que una linda niña de ojos negros le seguía para disfrutar del encanto de su violín. La vio con intensidad y le dijo: “para mí vas a crecer”. Era Isabel Asto, con quien se casó y tuvieron luego a José María, Miguel y Fernando. Acompañaba la voz altísima y hermosa de Isabel, cantando siempre en quechua, con gran ternura y con mucho humor. Él cantaba poco pero disfrutaba logrando que con su violín la voz de Isabel brillase más.

Con su violín, arpistas y muchos danzantes de tijeras, tocó en millares de fiestas andinas en Lima y provincias, viajó por una buena parte del país, fue invitado muchas veces a universidades de Europa, Japón, China, Estados Unidos y América Latina. Recibió medallas y múltiples reconocimientos, La orden del sol, fue la última, tarde, una horas antes de su entierro. Desde que lo conocí en la peña Pancho Fierro, en 1962, fue siempre la misma persona sencilla y modesta, sin aires de artista o estrella.

Máximo Damián Huamaní tocó siempre la música que aprendió en su infancia. Se negó rotundamente a cambiarla, estilizarla o modernizarla. Fue inmune al virus de la mercantilización. En la misma dirección apuntaba el consejo que Arguedas y Josafat Roel daban a los artistas en el momento de entregarles en nombre de la Casa de la Cultura el carnet que los reconocía como artistas: respeten la tradición de sus pueblos de origen, vístanse como en sus pueblos sin copiar a otros. Era el primer reconocimiento de un pequeño fragmento del Perú oficial en más de cuatro siglos de exclusión y menosprecio. Raúl García, Jaime Guardia y Máximo Damián son tres de los grandes intérpretes que merecen el respeto del que disfrutan precisamente por su lealtad y fidelidad para tocar y cantar con la fuerza y magia de los Andes.

Seguimos despidiendo a Máximo Damián Huamaní, con tristeza y alegría, cantando, bailando, acompañados de su violín en nuestros corazones. En el encuentro con su muerte le decimos gracias por lo que nos dejó como huellas firmes: 1. Su lealtad y fidelidad para tocar el violín y cantar según la tradición de San Diego de Ishua, su pueblo en nuestra provincia de Lucanas, sin ninguna intención de estilizarla o modernizarla, como el mejor modo de defenderla. 2. Su fuerza para no sentir rabia, no aprender a odiar, y soportar Lima con mucho humor. 3. Su sencillez para ser siempre el mismo en toda circunstancia. 4. Su ejemplo de ser un artista sin vanidad. ¿Conocen ustedes alguno? Existen, pero son muy pocos. 5. Su amistad sin revés, con las personas que se acercaron a él con el respeto debido. Un ejemplo es el cariño y complicidad que se tuvieron con José María Arguedas.

Había previsto escribir en esta columna quincenal sobre la marcha del 27 de febrero Contra la TV basura, pero preferí dejarme llevar por mis sentimientos. En mi próxima columna ofreceré las razones por las que me adhiero a esa marcha. Que el aire fresco de los jóvenes “pulpines” siga alimentando nuestra esperanza.

http://diariouno.pe/columna/huellas-de-maximo-damian-huamani/

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