Reconstrucción con cambios

César Hildebrandt

¿Cuánta plata está invirtiendo el Estado en propaganda oficial redundante e inútil? Mucha, por lo que se ve y por lo que se oye.

Eso explica el tono entusiasta con que un sector de la prensa informa que todo está yendo según lo planeado y que el presidente Vizcarra es como el almirante Nelson en las inmediaciones de Trafalgar. Es decir, que lo tiene todo previsto y que lo que no ha pensado habrá de improvisarlo de modo brillante.

Pero no es así, por más que lo diga la prensa afable. Vizcarra, a estas alturas, no entiende de qué naturaleza es la tormenta y nadie de su entorno puede decirle cuán insidioso será el viento próximo.

En suma, los hechos han sobrepasado al presidente.

La meseta es un pico reincidente, los muertos de la contaduría palaciega no incluyen los 8,000 cadáveres, el Congreso sigue empeñado en una guerra zafia que distrae energías y recursos y en el entorno presidencial empieza a haber más resignación que voluntad.

El Covid-19 nos está ganando la batalla. El poder coercitivo del Estado fue malherido por el desacato mientras el ministro de Salud seguía dándonos cifras minimalistas y el régimen se empeñaba en promesas que no podía cumplir.

Y quien debía ser el líder de un ejército disciplinado se encontró con uno disperso y disfuncional. No es que Vizcarra sea el único responsable. Es el Estado mal nacido que tenemos el viejo culpable de esta crisis con visos de catástrofe.

No es Vizcarra solamente. Es el fracaso de lo público, el asesinato moral del interés común que el Estado debe representar.

Si alguna lección dolorosa debemos sacar de todo esto es que la receta de Fujimori y sus parásitos no funciona cuando vienen desafíos como este.

Necesitamos una economía mixta, un mercado regulado, un Estado arbitral, una ciudadanía atenta.

Todo eso será parte de la reconstrucción con cambios que ahora sí, con mayúsculas y a escala nacional, necesitamos emprender.

No es posible que sigamos creyendo en la sacralidad de lo privado, en la soberanía absoluta del mercado, en el papel límbico de un Estado en trance de desaparición.

Y no es posible, digámoslo de una vez, que nos tengamos que resignar a la hegemonía bárbara de la informalidad.

La informalidad es las antítesis del Estado y del contrato social que todos nos atañe.

La informalidad es la que llena de mercurio los ríos de Madre de Dios, la que hace imposible la convivencia civilizada en las grandes ciudades, la que hace covachas en vez de casas, la que hambrea a los suyos con sueldos por debajo de la subsistencia, la que convirtió el transporte público con esa beduina humillación.

La informalidad es la que rompió masivamente la cuarentena y la que hará imposible todo intento serio de desarrollo con una mínima dosis de igualdad.

No seremos viables como país si seguimos creyendo que nacimos con esa tara y que no tenemos remedio a la mano. Sí lo tenemos. Si nos lo proponemos, produciríamos ciudadanos. Con tumultos habituados a la triste condición de servidumbre no se hace una democracia. Se hace lo que tenemos: un país zombi, instituciones elusivas, normas violadas, economía bajo sombras.

¿El 73% de la PEA es informal? Sí. Así es.

¿Y así queríamos reaccionar masiva y hasta unánimemente ante la pandemia?

¿De cuántas mitades -a lo Ino Moxo- cuenta el Perú?

De demasiadas.

Es hora de pensar en la crudeza e nuestra situación. Admitámoslo: el bicentenario nos coge del pescuezo para gritarnos lo inconcluso que somos, la promesa rota que hemos sido, la nación fallida que creamos.

Que haya sido una crisis sanitaria la que demuestre esta pena, es lo de menos. Que un maldito virus nos haya servido de espejo para reflejar nuestras miserias, será una anécdota más. Éramos Dorian Gray y estábamos ridículamente obsesionados con el retrato amable que nos obsequiaron. Tenemos 200 años de fracasos y seguimos creyéndonos una joven promesa de la subregión. ¡Basta!

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 490 22/05/2020 p4

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