Abolengo calato

César Hildebrandt

El señor Jaime Cillóniz, el que retuvo durante quince minutos a una muchacha aterrorizada, dice que tiene abolengo, que viene de las mejores familias, que la huella seminal que lo precede tiene un árbol ilustre de apellidos, haciendas, miriñaques.

Claro que Cillóniz tiene abolengo.

Qué duda cabe.

Su linaje es el de los señoritos que fueron realistas durante la guerra de la independencia, chilenófilos a la hora de la ocupación, civilistas cuando de simular preocupación social se trataba, pierolistas en el momento de la reconciliación “aristocrática”, beltranistas en el turno de Bustamante y Rivero, y apostólicos y romanos cuando Velasco les hizo temblar el esqueleto y bailar el primer baile del chino. Hablo, o sea, de los hijos de la guayaba de toda la vida.

Cillóniz desciende de un caballo castellano y conquistador, chocanesco y ágil. Su boca procede del arcabuz de sus ancestros y su racismo viene del escroto mismo del cura Valverde. Sus odios se remontan al almagrismo, que nada encontró en Chile, y su desprecio por los mestizos es el mismo de los que en el Club Nacional festejaban “los bailes de las debutantas” vestidas a lo Versalles.

Me place ver a este hombre ruinoso sacar la cara por la raza que lo profirió y atreverse a decir lo que tantos viejos y tantas viejas quisieran gritar. Casi me da ganas de pedirle al JNE que haga una excepción y que inscriba la candidatura de Cillóniz a la presidencia de la república.

Este señor de horca, cuchillo y ascensor tendría, por lo menos, el coraje de ser la bestia que es y no aceptar el disfraz que la CONFIEP y los consejeros mediáticos querrían imponerle.

Si Cillóniz ganara la presidencia, volveríamos a los tiempos en que a Arguedas la madrastra lo obligaba a comer en la cocina. Volveríamos a las haciendas serranas que tenían el tamaño de Ámsterdam. Vol­veríamos, aún más atrás, al sacro imperio de la ley del embudo y a la exclusión, a máuser limpio, de todos los herejes.

Cillóniz no es un machista crepuscular. Cillóniz es, como Hernando de Lavalle lo fue alguna vez, el hombre. El que habrá de restau­rar los buenos tiempos. El que nos devolverá el país inmóvil que San Martín y Bolívar quisieron refundar.

Cillóniz es la derecha sin maquillaje, calata, melancólica y levemente opiácea. Cillóniz se come un canapé en el Palais Concert y escupe cuando ve, aunque sea de lejos, al cojo Mariátegui, ese comunista de mierda. Cillóniz ama la muerte (ajena), como los generales franquistas. Cillóniz, en suma, quiere que el Perú siga siendo la república adjunta al imperio que esté de moda. En el siglo XIX fue el británico, que terminó des­preciándonos y optando por Chile. En el XX fue el norteamericano, que siempre nos vio como el perro que en el patio trasero no se queja.

La derecha piensa como Cillóniz pero es solapa como todos los Pardo. Por eso arma sus cades y le dice a la gente que está muy preocupada por la igualdad y la crisis. La verdad es que eso le importa muy poco. Lo que le importa, de verdad, es que nadie toque la Constitución de Fujimori, su esbirro más exitoso, y que nadie se meta con las leyes del mercado, por más distorsionado que esté. Y si usted le pregunta en privado a la derecha por qué hay un mono­polio cervecero y otro farmacéutico y otro periodístico (este último, con “El Comercio” a la cabeza), entonces dirá que esa pregunta revela resentimiento y que satanizar el éxito económico es cosa de terroristas.

Cillóniz lo que quiere es recuperar a la república, no raptarla. ¿No está claro?

Que no vengan Keiko Fujimori y socios de encuestas a decirnos que el centro es el camino, que los peruanos somos iguales, que el futuro es de todos. Basta de hipocresías. Sólo la derecha monta­da a pelo, oliendo a pizarrismo primordial y sobaco ilustrado, podrá salvamos. ¡Cillóniz presidente!

Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 522 del 15/01/202 1 p05

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