Perú: Hijos, poder y medios

Juan Manuel Robles

No deja de ser triste el espectáculo de Federico Salazar saliendo a defender a su hijo, sorpresivo jale de Cuarto Poder, un programa que hasta hace poquito tenía a algunos de los mejores periodistas del país, y hoy —convertido en una máquina de propaganda— se permite poner a un joven sin mayor trayectoria. “Parece que llamaron a otros pero no aceptaron”, dijo Federico a la prensa; lo mencionó realzando la valentía de su hijo, cuando todos sabemos la verdad: que ningún profesional que se precie arriesgaría su prestigio —en una carrera en que el prestigio pesa— para embarcarse en una aventura tan contaminada y fea. A mí no me escandaliza que sea su hijo. Ser un “hijo” no tiene nada malo. Somos muchos los hijos. Llegué a hacer prácticas a “La República” porque mi padre, periodista, hizo una llamada. En mi defensa puedo decir que no me pagaron un sol, que era un estudiante sobresaliente y que esa experiencia no tuvo conexión ni fue plataforma para un trabajo real. De hecho, me encontré allí con otros “hijos” jovencísimos de cuyo talento jamás dudaría: Gabriela Wiener, para empezar. Mi vida ha sido un continuo enterarme de que mis conocidos son “hijos”. Un día mi padre estaba encargándose de la parrilla en una reunión que yo daba, y me dijo: “Ese amigo tuyo es el hijo del Gaucho Cisneros”. Seguimos siendo endogámicos y centralistas. No vemos CV sino cartas de recomendación; no medimos eficiencia sino confianza. Es algo en lo que deberíamos trabajar como sociedad. Y aunque soy consciente de lo que me tocó, no compararía mi ventaja con la de otros. Federico Salazar padre también fue un “hijo” que llegó con vara en tiempos en que no había facultades de Periodismo; pero el hecho de que él lleve décadas publicando columnas tan mal escritas en el diario más importante evidencia otro nivel (otro planeta) de privilegio.

Es el privilegio de los que defienden el sistema. De los que saltan de un blogcito antiizquierdista —sin saber ni redactar— a la columna semanal o la conducción en televisión. De los que por atarantar al candidato presidencial socialista —en veinte segundos de una entrevista— ya son elevados al rango de analista político. Los hijos de los subversivos deben dejar claro que deslindan de las acciones y hasta los pensamientos de sus padres, para tener una fracción mínima de tribuna. Y sin embargo, ahí las vemos: la hija del dictador preso, la hija del indultador de narcotraficantes. Tranquilas, con buen sitio en el poder y a toda cámara: ningún deslinde; al contrario, hacen apología de sus progenitores.

Lo terrible aquí es que el chico Salazar —contra quien no tengo nada personal— aparece para completar la transformación de Cuarto Poder en un Hora 20 de nuevo tiempo. Para los que no saben, Hora 20 fue un dominical desinformador de último recurso. Se creó en el 2000, cuando ya todos los periodistas serios habían renunciado a la montesinista América TV. Y la razón por la que estuvo al frente de Hora 20 una chica bonita que nadie conocía —y cuyo nombre nadie recuerda— fue la misma que hoy: nadie más se iba a prestar a la patraña.

No es tanto el nepotismo (el teatro y las artes nos dan hijos igual de talentosos que sus padres, o más), sino que este sea una manera de perpetuación del abuso de poder. Es lo contrario a la ley de evolución: prolongación sin cambios (con la cruz de Borgoña de los tatarabuelos racistas). Lo peor: no lo hacen desde la batalla ideológica, sino desde la mentira. Mentira multiplicada con dinero de papá: papá —otro papá— es el antiguo magnate de esos supermercados que se hicieron exitosos porque los empleados te cargaban las bolsas. Con la fortuna amasada, puso un canal que propaga mentiras desestabilizadoras.

Es demasiado simbólico que el hijo de una de las caras famosas de ese poder mediático, que invisibiliza la voz de una parte del país —y que ahora quiere exterminar su voto—, sea continuador asalariado de ese encargo de los poderes fácticos: seguir armando una realidad paralela para imponerla. Sobre todo cuando periodistas de verdad han tenido que irse al desempleo.

Como respuesta a este espectáculo nauseabundo —la mentira para inventar un “fraude” electoral que no existe—, crecen las voces que piden una Ley de Comunicaciones. Los grupos dominantes la están poniendo fácil. ¿Alguien puede oponerse a regular medios que mienten sobre asuntos tan delicados como las vacunas, solo por guerritas políticas?

Pero no es tan fácil, por supuesto. Creer que el problema se resuelve imaginando una ley reguladora es un error. Haría bien Perú Libre y la izquierda en revisar las experiencias de los países del “socialismo del siglo XXI”. No desde la demonización de la derecha cínica, sino desde la mirada fría a los resultados. De Venezuela ni podemos hablar: allí la guerra fue frontal y perdieron todos. Ecuador y Bolivia lanzaron leyes de comunicaciones atacando justamente las campañas desinformativas abusivas, que dañaban honras. Pero tanto Correa como Morales llegaron a un punto en que tuvieron que retroceder: el sucesor de Correa —Lenín Moreno— ya hablaba de revertir algunas medidas como candidato —esto antes de su traición—, y Evo Morales revisó partes de la ley (coincidentemente, ya se había “amistado” con empresarios de televisión). Y aunque solo ha habido un puñado de intentos, emerge una verdad incómoda: ninguna reforma estatista latinoamericana ha derivado en un modelo mediático mejor que el que existe con la libertad de empresa. Ecuador estableció un sistema de multas digno de una Sunat censora, con obligación de porcentajes a contenidos “multiculturales”. Lo que generó fue la ocasión para multar, con la calculadora en mano, a medios incómodos.

Digo, el problema que se plantea es uno de los más difíciles de nuestro tiempo: garantizar el derecho a la información veraz y su circulación sin atentar contra la libertad de empresa informativa. Porque suena linda la regulación cuando vemos Willax y su libertinaje, pero el Estado que administrará Castillo puede también ser el Estado gobernado por un Alan García.

¿Qué hacer? El asunto es complejo, pero diría que, para comenzar, hay que pensar más en ampliar y menos en restringir. Que el Estado invierta en más señales. Que lo hagan sin mezquindad, con solidaridad real y con los mejores profesionales, y sabiendo que no obtendrán réditos políticos. Que esas señales no sean una forma de contrarrestar la prensa adversa —que la va a haber—, sino una vía de ofrecer más mundos, más aprendizajes, más caminos.

La televisión sigue siendo muy poderosa, al punto de que lo que no pasa por ella es, todavía, como si no existiera. Tal vez esta sea la oportunidad de que un gobierno use toda la tecnología para crear nuevos canales, con autonomía cultural y científica en las decisiones. Llenarnos de propuestas como Ipe (canal especializado de TV Perú), de señales que den la oportunidad de que los peruanos que no tienen nada amplíen su universo, de modos en que la educación tardará años en lograr. Pechando a los empresarios de medios no para censurar su contenido, sino para detener su probable exigencia de “derechos adquiridos”: y si eso baja los números del negocio de la gran televisión, pues ni modo. El esfuerzo no será rentable a corto plazo, pero sí contribuirá a un objetivo mayor: capitalizar las mentes. Así se ayuda a emancipar a los ciudadanos, se les da mapas y guías, horizontes. Así democratizamos más y confinamos al poder mediático, y a sus nepotismos pintorescos.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°547, del 09/07/2021 p15

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