Perú: La única verdad es que no hubo fraude

Juan Manuel Robles

Nadie como el doctor Aníbal Torres, docente y asesor legal de Perú Libre, para resumir el ánimo de la coyuntura: cómo no identificarnos con él cuando alza la voz al borde de la desesperación, con ideas claras y lucidez fulminante, para traer algo de razón nítida en esta niebla premeditada. Hay gritos que se lanzan por abuso y prepotencia; pero hay gritos que son un llamado urgente a la sensatez. Es la impotencia del sentido común, que reclama su lugar y se resiste a hablar bajito, que quiere dejar premisas mínimas para que la discusión sea seria, y se rebela contra esa pretensión general: la de poner a un mismo nivel los argumentos y las mentiras, los hechos y las opiniones. No hay un solo indicio de irregularidades que hayan podido torcer los resultados de la elección, ni un solo análisis serio que apunte a ello: solo pareceres. Por eso es tan necesaria la voz alzada de Torres. El doctor nos recuerda que no solo son los argumentos y los hechos, es momento de decirlos un par de decibeles arriba, con altanería. Es necesario hacerlo porque un grupo de fanáticos ha construido un mundo de fantasía en el que el Gran Complot Comunista coordinó la alteración de cientos de mesas de sufragio en varias regiones; el poder mediático, que está con ellos, propaga sus tonterías, los deja hablar, y logra sembrar la idea “duda razonable”. Elija usted qué realidad quiere y que gane quien tiene más fuerza. Y así llegamos a la imagen delirante: un montón de militares retirados se juntan para simular una guerra imaginaria; alguno blande la espada (contra el machete, se entiende, nuestros marinos son un poco literales).

Al ver esto uno tiene que admitir que el fujimorismo triunfó. No hablo de Keiko, perdedora de las elecciones, sino de su padre y su influencia en la construcción del país que ahora somos, uno en que la verdad no vale nada. El Perú entró en el siglo XXI cumpliendo el sueño húmedo neoliberal: crecimiento económico y ciertas tecnologías al alcance de más ciudadanos. Tremendo orgullo: los peruanitos ya no se tenían que privar de los juguetes que aparecían en la películas de Hollywood; con el tiempo, los niños de las nuevas generaciones eliminaron la palabra importado de su vocabulario (porque ahora todo era importado: el último iPhone llegaba a Lima al mismo tiempo que a Santiago y solo unas semanas después que a Nueva York o París). Y si bien Internet llega óptimamente a menos de la mitad de peruanos, se puede ser pobre y tener un smartphone con Prepago Chévere, y una tablet bamba, y la cuenta de Netflix se comparte y se estira como antes se estiraba el té.

Pero a ese país la modernidad del consumo le llegó en total ausencia de otra tecnología: la que transforma los cerebros y reconfigura las mentes; la de un mínimo de educación y cultura, la de la ciencia y el invento. Fue una ausencia premeditada por la dictadura, dicen algunos, para tenernos controlados. Yo creo que el fujimorismo nunca estuvo en capacidad de pensar a tan largo plazo: simplemente fueron orgánicamente brutos y cortoplacistas. Sea como fuere, sembraron cerebros huecos, toda una generación de zombis. No es casual que nuestros empresarios de contenidos sean bochornosamente más incultos que los de países vecinos, que nuestros creativos publicitarios tengan ideas tan planas y nuestro cine, imaginarios tan chatos; y que hasta las historias de éxito de ricos sean tan pobres. No es casual que ningún magnate escriba libros (los coffee table books no cuentan).

Tecnología, plata y analfabetos funcionales, ese ha sido el combo que estalló en los últimos años. Llegó Twitter a un país donde pasamos de la verdad pronunciada por los bustos parlantes de Crousillat, Winter y Schütz a la verdad dicha por los operadores de las mineras y Odebrecht. Llegaron los virales de Facebook a un país donde la verdad sobre un conflicto social seguía siendo la repetición de un parte escrito por la policía que cuida a las mineras. Llegaron los bulos a un país donde la prensa había renunciado al encargo social de mejorar sus mecanismos para garantizar que lo que decían era verdad.

Empezó a informarse por redes sociales y cadenas de Whatsapp un país amnésico, estupidizado, en el que en veinte años pasamos del collage noventero de JB, Magaly Medina y Mónica Delta al collage de JB, Magaly Medina y Mónica Delta. Con su Butters más.

Digo: llegaron las fakenews al país donde la gran prensa se había olvidado hacía mucho de las news a secas, de las noticias verdaderas, del control mínimo. Donde de pronto, casi sin darnos cuenta, no había un solo periodista respetable que fuera a contracorriente. Y sin pensamiento crítico —menos de un libro al año, eso leemos—, la verdad es de quien tenga más medios donde colocar su historia.

El fatídico 2020, mientras otros países hacían ensayos de la vacuna propia, el Perú hacía ensayos de fakenews. Testeaban su alcance, su capacidad de inoculación en los cuerpos, su prevalencia. Fue una prueba exitosa. El dióxido de cloro pasó de boca en boca por mensajes de Whatsapp, y así llegaron cientos de personas intoxicadas a salas de emergencia. Sospecho que en algún momento de esa cuarentena algunos políticos se dieron cuenta de que nuestro país era una tierra de nadie en términos de verosimilitud informativa. Un día apareció el biólogo de Keiko, para decir que la vacuna era agua con sal. Yo creo que ese fue un hito: algunos vivazos se habían dado cuenta de que, en ese punto, toda “verdad” podía ser dicha.

Allí, creo, se gestó el bacanal de mentiras del 2021.

Lo que hemos visto en estas elecciones es la contribución peruana al fenómeno mundial de fakenews. Como bien recordó el congresista Daniel Olivares, en Estados Unidos pasó lo mismo, el candidato perdedor quiso imponer una realidad alterna y hubo acólitos convencidos. Pero en ese caso los medios de comunicación hicieron el pare: reinstalaron la sensatez. En el Perú, en cambio, a los empresarios de medios les pareció divertido unirse al juego perverso, todo por el miedo al “comunismo”. El resultado: un escenario apocalíptico nos muestra qué pasaría si las noticias falsas estuvieran desbocadas, y todos los canales de televisión, en vez de desmentir lo falso, se aliaran con una mafia que busca alterar la realidad.

Fuerza Popular y sus aliados usan un mecanismo típico de la posverdad. Parten del “hecho” de que hubo fraude. Con esa conclusión buscan después las pruebas y evidencias (no al revés). Es tan descarado que la propia Keiko Fujimori lo pide en Twitter: “Ya sabemos lo que hicieron para voltear la elección. Hoy necesitamos saber cómo lo hicieron. Si tienes algún testimonio o prueba de cómo Perú Libre hizo trampa en mesa, denúncialo en tus redes”.

En la era de las posverdad, la ciencia es un recurso de verosimilitud, textura colocada para aparentar exactitud técnica. Por eso entrevistan a un criptólogo en horario estelar. Ya antes había hablado un estadístico. Podría hablar un matemático. Un astrónomo. Un perito grafotécnico. Todos podrían decir que ven “algo raro”. Por supuesto, es más fácil atarantar a personas poco instruidas, idiotizadas por años. El fujimorismo cosecha lo que sembró.

Vuelvo a la estampa de Aníbal Torres, a su ejemplo: hay que seguir con las razones y los hechos. Y si hay que gritar, gritemos. Porque la única verdad es que no hubo fraude, y no hay que dignificar a los golpistas dándoles a sus arengas estatus de argumento. Si hay que responder mil veces los comentarios que nos borran en las páginas que apoyan a la mafia, pues hagámoslo. Si hay que multiplicarnos para decir más veces la verdad, digámosla. Es momento del grito y la persistencia, el bombardeo y la fuerza. Y algo de impaciencia también, a lo Torres, porque ya queremos pasar a otra cosa.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°545, del 25/06/2021  p13

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