Pandemia politizada

Daniel Espinosa

¿Cómo se delimita ideológicamente la discusión sobre la pandemia?, ¿qué cuestionamientos sobre las medidas tomadas para frenarla constituyen una herejía para uno u otro bando? En los siguientes párrafos ensayaremos algunas respuestas.

COSTO Y BENEFICIO

El periodista estadounidense Glenn Greenwald escribió hace poco sobre la ausencia de análisis de costo y beneficio con respecto a las medidas tomadas para detener la pandemia de Sars-CoV-2: “En virtualmente todos los campos de la política pública, los americanos apoyan medidas que saben que matarán personas, a veces en grandes números. No lo hacen porque sean psicópatas, sino porque son racionales: comprenden que esas muertes valen la pena a cambio de los beneficios que esas políticas proveen”.

Como el periodista reconoce, esta es una forma bastante cruda y chocante de expresar un principio que, insiste, aplica a toda política pública. Sin embargo, cuando se trata de la presente pandemia, tal razonamiento parece encontrarse “extrañamente… fuera de los límites”.

Una forma de salvar la vida de millones de personas consistiría en algo tan sencillo como prohibir el uso de automóviles, argumenta Greenwald a modo de ejemplo. También podríamos limitar su uso a lo estrictamente esencial, “como ambulancias o reparto de alimentos… o por lo menos reducir el límite de velocidad a nivel nacional a 40 km/h”.

¿Sabía que, en Estados Unidos, más de un millón de personas muere cada año en accidentes de ese tipo? (este dato, que podría resultar difícil de creer, figura en la página del Center for Disease Control and Prevention (CDC), de Estados Unidos, bajo el título “Global Road Safety”). Reducciones radicales en los límites de velocidad disminuirían esos números de manera drástica, tal como demuestran décadas de estudios al respecto, explica Greenwald. Pero “nadie las apoya”, agrega.

Si aplicáramos allí la misma lógica que parece regir sobre las medidas dictadas para reducir la mortalidad de la presente pandemia, tendríamos que concluir que permitir una sola muerte más en las pistas representa una profunda inmoralidad y, consiguientemente, prohibir los automóviles. ¿Por qué los defensores de las cuarentenas generalizadas y otras costosas medidas sanitarias no se rasgan las vestiduras por el baño de sangre –totalmente evitable– que vemos cada año en calles y carreteras?

La razón no es ningún misterio: prohibir el uso de automóviles involucraría un costo enorme. Lejos de ser algo ajeno a nuestra vida cotidiana, cada vez que subimos a un automóvil –ya sea del transporte público o privado– hacemos un breve análisis de riesgo y beneficio, así sea de manera inconsciente. Existe la probabilidad de una muerte súbita y violenta –o la de resultar seriamente heridos–, pero debemos llegar a nuestro destino, trabajar, visitar a alguien, ir a la playa, desplazarnos. Y este tipo de cálculo aplica a casi todo lo que hacemos.

Sin embargo, algunos elementos de la izquierda norteamericana, como el World Socialist Web Site –o la whistleblower y activista progresista Chelsea Manning–, consideran que los cuestionamientos hechos por Greenwald constituyen una suerte de herejía, y lo acusan de coquetear con la derecha radical. Esta forma de plantear la cuestión no es ajena a buena parte de la izquierda latinoamericana, que considera erróneamente que los únicos interesados en que la economía permanezca abierta serían los grandes empresarios.

¿DIFERENCIAS QUE MATAN?

Recientemente, el mismísimo Donald Trump cayó también en una suerte de herejía –esta vez desde la perspectiva conservadora–: les propuso a sus seguidores que se vacunen. Sucedió a fines de agosto pasado en un mitin en Alabama (donde solo el 36 % está totalmente vacunado, según USA Today). La invitación suscitó el abucheo breve pero generalizado de una multitud mayoritariamente desenmascarada.

En Estados Unidos –con amplia disponibilidad de vacunas– solo el 50 % de la población elegible se ha acercado a los centros de vacunación. El nivel de rechazo es enorme. En ese país, de los 17 Estados menos vacunados, 16 votaron mayoritariamente por Trump, de acuerdo con un informe de Business Insider (12/09/21). Este medio indica también que esos Estados han visto más muertes totales por Covid-19.

¿Pero qué sucede con todo aquello que no forma parte del cálculo? La ausencia de un análisis costo beneficio, como plantean Greenwald y muchos otros, ha hecho invisibles muchos de los daños ocasionados por las medidas de contención de la pandemia.

El daño hecho a la niñez sometida a cuarentenas y distanciamiento social podría ser enorme: varios estudios empíricos señalan que un porcentaje considerable de niños viene desarrollando cuadros de estrés postraumático a raíz del encierro y el pánico fabricado –en muchos casos de manera totalmente deliberada– por la prensa. Estudios chinos e indios también muestran índices elevados de depresión y ansiedad en infantes y adolescentes, quienes –valga la aclaración– corren escaso peligro de infectarse y desarrollar cuadros graves de la enfermedad producida por el Sars-CoV-2.

CULPANDO AL PÚBLICO

Hoy en día, la izquierda se jacta de “creer en la ciencia” y ha tomado un rumbo claramente “prosistema”. Es una izquierda despojada de su natural antagonismo hacia el aparato capitalista neoliberal –el establishment– que hace tiempo abandonó la lucha de clases en virtud de otras batallas, como las relativas a la identidad y el género.

Esta degeneración ha sido promovida, como no podría ser de otra manera, por los financistas de la izquierda, que en muchos casos son capitalistas empedernidos como George Soros, famoso especulador financiero liberal, cuando no el mismo gobierno estadounidense. El resultado es una izquierda inofensiva desde el punto de vista de Wall Street y las grandes acumulaciones de riqueza y poder que amenazan nuestras democracias. Eso no quiere decir, de ninguna manera, que las luchas relativas al género y a la identidad no tengan su justo lugar en la agenda zurda.

La nueva derecha –la “alt-right” o derecha alternativa–, por su parte, prefiere identificarse con la desconfianza radical hacia un sistema que percibe como dominado por fuerzas progresistas. En muchos casos, esa derecha asegura que nuestras sociedades vienen degenerando gracias a una suerte de infiltración “comunista”. En esa visión del mundo, lo que cayó en 1989 no parece haber sido el Muro de Berlín, sino la Estatua de la Libertad. Desde entonces, la hegemonía del capitalismo –y los valores asociados a él– habría cedido en favor de un progresismo atizado por el “marxismo cultural”.

La confianza izquierdista en el establishment –que se percibe fácilmente en su confianza ciega en lo que los medios masivos, esas grandes corporaciones, presentan como “ciencia”– la ha llevado a despreciar a quienes desconfían de la narrativa hegemónica que debería resultar naturalmente sospechosa para cualquier izquierda, tildándolos de idiotas y cavernarios.

Volviendo a la pandemia y al proceso global de vacunación, quienes tildan a los “antivaxxers” (antivacunas) de ser personas irracionales podrían estar cometiendo un grueso error. En un reciente libro publicado por Maya Goldenberg, de la Universidad de Guelph (Canadá), la profesora especializada en filosofía de la ciencia y la medicina explica que, lejos de existir una “guerra contra la ciencia”, lo que habría es una desconfianza totalmente justificada por la medicina, entendida como “la suma de las instituciones sanitarias públicas, los médicos, los expertos, las farmacéuticas… y otros grupos que representan lo que podríamos llamar el establishment médico”.

Un estudio de Harvard de 2021 señala que casi la mitad de los estadounidenses no confían en la ya mencionada CDC, ni en la Food and Drug Administration (FDA) y otras importantes instituciones sanitarias de su país. Entre las razones de tal desconfianza resalta la influencia nociva de las grandes corporaciones sobre la ciencia biomédica:

“Una y otra vez, durante las últimas décadas, hemos visto a farmacéuticas esconder información y comportarse de maneras que ponen la ganancia por encima del bien público”, explica el médico Adam Urato en su reseña para el International Journal of Medical Education del libro de Goldenberg, titulado “Vaccine Hesitancy” (“Dudas sobre las vacunas”).

Muchos científicos contratados por “Big Pharma”, así como los empleados por las grandes petroleras en la década de 1970 –quienes le ocultaron al mundo los primeros indicios del calentamiento global–, han sido cómplices en el ocultamiento de información científica que denotaba enormes peligros para los consumidores y pacientes, todo en beneficio de las ganancias corporativas. Los ejemplos son abundantes e incluyen, por ejemplo, antidepresivos que mostraron un aumento visible en el suicidio en niños, pero que igual salieron al mercado.

“Una de las amenazas más grandes para las farmacéuticas la constituyen los expertos independientes… ¿cómo hacen (ellas) para evitar este riesgo para sus ganancias?”, se pregunta Urato, “la respuesta es que las farmacéuticas han burlado efectivamente este escenario vertiendo su dinero en la ciencia médica”. Financian a los expertos y también a las instituciones estatales creadas para regularlas, así como a las asociaciones profesionales de médicos. En otras palabras, lo han comprado todo. Las enormes cantidades de dinero que invierten en los medios de comunicación masiva hacen el resto, por lo que buena parte del público jamás se entera de este gravísimo peligro para la salud pública.

La pregunta, volviendo al plano político, es también una llamada de atención: ¿por qué la izquierda se ha vuelto tan crédula con respecto a este tinglado de grandes corporaciones, que hoy nos venden sus productos y promueven políticas públicas cuestionables usando la “ciencia” como herramienta de márquetin?

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°557, del 17/09/2021  p23

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