Perú: Cárceles

Juan Manuel Robles

El anuncio de que Vladimiro Montesinos fue trasladado de la Base Naval —una prisión en que aparentemente vivía muy cómodo— me hace pensar que nos hemos olvidado de algo que en otros tiempos era muy importante: tener cárceles confiables para encerrar allí a la gente nociva, aislarla del mundo y estar seguros de que no hará más daño. A inicios de los noventa era un asunto fundamental emprender esa tarea: estaban frescas, en la memoria, la fuga de los presos del MRTA por aquel túnel tan prolijo —la misma técnica que en el futuro les daría su golpe final— y las cárceles tomadas por senderistas, donde incluso marchaban en fila sus militantes cantando alabanzas al presidente Gonzalo. Con la ofensiva final contra el terrorismo llegó también el orden en las cárceles. La reclusión de los subversivos se hizo real y efectiva, pero en otros ámbitos penitenciarios no mejoramos mucho.

Hace años vivimos en una situación que debería preocuparnos: la cárcel no es un lugar que sirva para contener a los capos de las redes corruptas que están encerrados en ellas. Al contrario: la prisión es una suerte de base alternativa, una sucursal impuesta por las circunstancias, desde la cual los planes delictivos persisten.

Lo interesante es que a nadie parece importarle mucho. El traslado de Montesinos nos ha hecho recordar, de pronto, que hemos tolerado por años que el recluso Alberto Fujimori tenga una cárcel soñada, un bungalow de 800 metros cuadrados donde puede recibir a quien le da la gana, con estacionamiento y anfiteatro. Todos esos peruanos de a pie que se han endeudado por décadas para tener 50 metros cuadrados entenderán por qué Fujimori le ha pedido a un juez, por todos los medios, que no lo vayan a mover nunca de allí.

Su hija Keiko ha hecho el mismo pedido desesperado.

El expresidente que llegó a ser el séptimo gobernante más corrupto del planeta vive en su cárcel de lujo, enorme como una mansión, en el campo, donde se respira mejor en la vejez. En tanto, el asesor con quien Fujimori construyó todo ese podrido imperio gozaba hasta hace poco de plena libertad para ejercer sus facultades conspiratorias. Como Pedro por su casa, usaba el teléfono en la Base Naval para dar consejos y estrategias a la familia tan querida, como una suerte de Tom Hagen que vio crecer a los chicos y desea ayudar.

Así, estando en prisión, estos siameses separados han tenido la libertad de influir en la vida política nacional (tanto tiempo después).

No sé por qué esto no es un tema nacional, no sé por qué la prensa no se preocupa de este asunto como lo que es: una burla y un colapso. Bueno, sí sé por qué: es el poder. El poder hace que miremos para otro lado y nos olvidemos. Siempre pensé que si Alan García no se mataba, ni bien llegado a la cárcel hubiera remodelado pabellones —con contratistas ad hoc y faenones— y hubiera inventado nuevas formas de vivir en reclusión.

Hemos pasado de aquella urgencia general porque las cárceles funcionen —para inmovilizar terroristas— a que nos tenga sin cuidado el tema. Tal vez se debe a la trivialización de la “experiencia” carcelaria. Como en el juego Monopolio, la cárcel es algo que está al acecho, en una combinación de dados, un evento que te toca (y no el resultado de tus malas acciones). Si todos pueden ir a prisión no tiene mucho sentido que el régimen carcelario sea demasiado duro. En el Perú, cualquier presidente que endurezca la seguridad penitenciaria sabe en el fondo que podría estar reforzando las paredes de su propio encierro futuro.

Ya es tiempo de acabar con esta desidia cínica y ese cálculo. Porque un corrupto encerrado en una cárcel de mentiritas no es algo menor. Puede hacer mucho daño: puede ejercer influencia, tramar lobbies, entrevistar aliados, seguir poniendo su mente criminal al servicio de su red turbia. Es tiempo de volver a desear que las cárceles funcionen, tal como lo deseábamos en el pasado cuando queríamos ver a los terroristas en la jaula.

Por supuesto, esto no quiere decir que fomentemos la deshumanización. Los ciudadanos podemos ser crueles cuando se trata de imaginar castigos a quienes nos hacen daño. Quisiéramos que las cárceles fueran un lugar de sufrimiento, de austeridad insoportable, de vejaciones diarias y tormentos. Que los delincuentes no solo se arrepientan de sus delitos sino de haber nacido. Pero ese pensamiento nos llevó a cárceles-tumba como Yanamayo, y eso no estuvo bien. He escuchado a familiares de subversivos decir que no quisieran jamás que militares responsables de terrorismo de Estado sean encarcelados en Yanamayo. Porque después de ver a sus parientes purgar condena allí algo tienen claro: nadie debe estar en un lugar como ese.

No es necesario tener un clamor por cárceles-mazmorra. Basta desear el aislamiento efectivo y el castigo ejemplar, algo que en este momento no se da. Algo que Fujimori y Montesinos merecen.

No hay nada más digno que una cárcel común similar a la que otros habitan. Con incomunicación y aislamiento, como corresponde. A Fujimori tendría que dársele esa dignidad: la de vivir su castigo sin privilegios que ofenden al país. Y morir, si toca, sosegadamente, como el dictador argentino Jorge Videla, sentado sobre el excusado de su celda, una celda sin lujos pero sin vejaciones. Una celda que no deje posibilidades de que el interno le haga más daño al país.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°555, del 27/07/2021  p20

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