Consideraciones personales

César Hildebrandt

No sé si elegí el periodismo como coartada para vivir o el periodismo, sobreestimándome, me cazó. Lo que sé es que hago esto desde hace demasiados años.

Y, aunque suene solemne, siempre creí que estaba en el lado de los buenos.

Ahora dudo. El periodismo, como la política, se ha vuelto territorio donde abundan los canallas.

Y ya no hablemos del periodismo trucho que se desparrama en los comentarios de algunas redes sociales. Esos son fluidos corporales.

En todo caso, si empecé a los 17 y ahora soy el viejo que soy hay mucha agua discurrida bajo los puentes.

Siempre pensé que la prensa podía ayudar a mejorar el país, a hacer que progresáramos, que conviviéramos de un modo más civilizado.

Ahora dudo. La gran prensa está atada a los grandes intereses y estos aspiran a la eternidad. Creen que Dios está con ellos y pueda que tengan razón. Lo digo desde mi dudoso agnosticismo.

No importa que los modos cambien, que las chimeneas de la industria echen humos distintos. No importa si fueron el guano, el salitre, el algodón, el caucho, el azúcar, la anchoveta, los arándanos, el cobre, la plata, el oro o el suspiro. No importa qué apellidos sucedieron a los linajes ni qué plebeyos se sumaron a la caravana del éxito.

Lo que importa es que seguimos llamando “asentamientos humanos” a los cerros donde los pobres han sido confinados y mineralizados, a los barrios donde a los diez años la miseria te ha marcado amargamente.

Lo que vale y pesa es que tenemos la edad de los 200 años y seguimos hablando del “proyecto nacional”. Somos un aborto multitudinario.

¿A qué proyecto nacional nos referimos? No hay respuesta. No lo tuvo el civilismo culto, menos lo tendrá la derecha de los López Aliaga y los Pepe Luna. No lo tuvo la izquierda de Pablo Macera y Julio Cotler, menos lo tendrá la del antiguo paporretero Vladimir Cerrón y mucho menos la del profesor Pedro Castillo.

No tenemos un proyecto nacional. Nos hemos puesto en desacuerdo en casi todo y los partidos políticos, las fábricas de ideas, cerraron sus puertas y abrieron centros comerciales donde lo que más se vende son candidaturas. Luis Alberto Sánchez, Luis Bedoya Reyes, Fernando Belaunde son los abuelos de la nada.

Hay piratas con loro al hombro en el Congreso. Y los hay en el Ejecutivo.

Pero esa es responsabilidad del cociente intelectual y del grado de escolaridad de una buena cantidad de peruanos. Y hablo de peruanos de arriba y de peruanos de abajo.

Tenemos 200 años y no hemos presentado nuestra tesis. Moriremos en la universidad conversando en la cafetería, enamorándonos de quien ni siquiera nos mira.

La derecha elemental quiere que nada se mueva y la izquierda vintage quiere un terremoto inacabable. El centro, que es la versión ilustrada del entendimiento, fue tragado por la tierra.

En mis épocas de explosiva ingenuidad, creí que el periodismo podía hacer mucho por el Perú. Digamos que muchos lo intentaron, por supuesto. Pienso en Luis Miró Quesada de la Guerra, en Alberto Ulloa, en José Carlos Mariátegui. Pero miren quiénes resultaron sus sucesores. Una derecha iletrada está al frente de sus voceros y a Mariátegui lo quiso secuestrar, como marquesina en el teatro del horror, un asesino en serie que se creyó pata de Mao.

En todo caso, miren el país que hemos hecho –aquel donde Keiko Fujimori y Pedro Castillo llegaron a segunda vuelta– y díganme qué somos. Y miren el periodismo de estos días y díganme qué tendremos que decirles a quienes, desde afuera, nos miran con horror o compasión. Unos cuantos sacan la cara por los fueros de la prensa y la mayoría está lejos de la prensa orgánica y empresarial. El éxodo sucedido en “Cuarto Poder” y la aparición de “Epicentro” es prueba de lo que digo.

Tiempos duros vivimos, lo que no quiere decir que debamos dejar de pelear por la justicia y la cultura, que son las dos batallas que la corrupción y la zafiedad nos han ganado.

Mi casa es domicilio de libros. Antes los leía. Ahora me refugio en ellos. Después de leer un texto hirsuto escrito por alguien que cree estar administrando los evangelios, cojo un libro que valga la pena. Esta semana, para escoger unas páginas de la sección “Textos Imprescindibles”, me dediqué a releer “La historia en el Perú”, de José de la Riva Agüero y Osma. ¡Qué lección de erudición y maestría del lenguaje! ¡Cuánta falta nos hace gente como él! Eso también fuimos: Riva Agüero (el liberal de los albores, el ultraconservador de la madurez), Víctor Andrés Belaunde, José Carlos Mariátegui, César Falcón, Jorge Basadre.

Fuimos un país donde los libros no nos eran ajenos y en el que las ideas podían discutirse. Ese amorío entre la política y la cultura, entre la aspiración y el buen decir, terminó. Ese país está muerto. Y nosotros no hemos hecho el duelo que nos corresponde.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°574, del 18/02/2022  p12

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