Perú: Cómo salir del pantano

César Hildebrandt

La figura es esta: un Congreso despreciado por el pueblo debe decidir si expulsa o no a un gobernante que la mayor parte de la gente, según todas las encuestas, también desprecia.

¿Quién podrá defendernos?

Porque no es que el Congreso esté dudando por el asunto de la gobernabilidad: si no hay gobierno propiamente dicho, ¿de qué gobernabilidad hablamos? Las dudas del Congreso parten de un cálculo práctico: si echamos al presidente que no preside, tendríamos que irnos también nosotros, que no hacemos lo que se nos encargó y sí, más bien, defendemos lobbies, sacamos la cara por el bandidaje, nos vendemos a los menudos intereses.

Esta es la otra figura, entonces: el Perú ha sido secuestrado por congresistas mafiosos que no pueden librarnos de un presidente inepto y oscuro porque, de hacerlo, tendrían ellos que perder los coches, las asesorías, las cornetas del recibimiento. Y en la lucha entre el Perú y la intendencia, el país ha perdido siempre.

Los congresistas no quieren irse. El presidente ya ha dicho que no va a renunciar.

¿Qué le queda al Perú?

Lo que queda es, como en los grandes momentos, el pueblo.

¿Será el pueblo lo que se asoma detrás de los rostros del fujiaprismo cuando estos deambulan por Lima en sus fallidas convocatorias?

No. Ese no es el pueblo. Ese es el decorado que montan, con buses y loncheras, los fujiapristas que quieren mostrarse como alternativa del futuro.

El pueblo son los sindicatos traicionados, los pobres burlados, los miles de campesinos que creyeron que esta vez sí llegaría la justicia, los clasemedieros que no votaron por Keiko para no vejarse a sí mismos, los muchachos que combatieron a los viejos lesbianos, la izquierda crédula que volvió a creer que de una mala semilla nacen rosas rojas.

Es el pueblo el que debe organizarse para terminar con esta farsa. Porque un Congreso deslegitimado que transige con un gobierno deslegitimado es la farsa perfecta, el prefacio de la anarquía.

¿Que eso fue lo que decidieron los votos?

¡Mentira! Los votos decidieron que, para evitar el charco de los Fujimori, debíamos apostar por el pequepeque de una izquierda rural a la que había que entrenar en gestión pública. Era mejor un palurdo que una mafiosa. Era mejor el cero a la izquierda que las sumas alzadas del fujimorismo forajido.

Votaron por Castillo en la segunda vuelta los que odian, con todo derecho, a quienes tanto daño nos hicieron como país y como sociedad. Pero esos que votaron a regañadientes por Castillo lo hicieron convencidos de que se trataba de un profesor de escuela honesto, dispuesto a aprender, dirigido a hacer posibles las reformas económicas y políticas que el Perú clama al cielo desde el día en que los neoliberales clausuraron los debates y se sintieron ayatolas del inmovilismo.

Pero resulta que el profesor que prometía tantas cosas era, en realidad, el amiguete de la López, el padrino de Pacheco, el protegido de Villaverde, el recomendador de Hugo Chávez, el tío de sus sobrinos zampones en Palacio. En resumen, una estafa, una felonía. Una que ha desprestigiado, como lo hicieron otros en años precedentes, la institución presidencial y que ya empieza a tener efectos dramáticamente severos en la imagen internacional de nuestra economía. Una que nos empieza a costar mucho más que la vergüenza, la desazón y la ira.

¿Tenemos que admitir la inevitabilidad de Castillo y del Congreso?

¿Tolerará el país cuatro años y pico más de este sainete?

No lo creo.

Lo que pasa es que a la ineptitud visceral del régimen se suman dos amenazas: la de Cerrón y su esquema Ponzi de guevarismo picabolsos y la del hampa que merodea Palacio. De modo que tenemos a un presidente probadamente fronterizo, un zombi de la Sierra Maestra y una pandilla de pájaros fruteros en busca del primer descuido cerrajero.

El estoicismo constitucionalista sería recomendable si este fuera un gobierno errático, con luces y sombras, con episodios de eficacia y de brillo seguidos por otros de atrofia e indecisión. Pero ese no es el caso. Estamos hablando de un gobierno intrínsecamente indefendible porque la totalidad de sus decisiones procede de la opacidad, del malentendido, de la incomprensión del país. Castillo no tiene idea de qué hacer con la economía y hasta ahora ha tenido la suerte de que la inercia lo ha protegido, pero ha llegado el momento en que necesitamos fuerza en las turbinas para atravesar la crisis regional y mundial que ya nos tocó la puerta.

Algunos dirán: ¿por qué ser tan implacables con un gobierno de izquierda?

¿De qué izquierda hablamos?

Si hablamos de la de Cerrón, nos estamos refiriendo a una izquierda imposible y sepultada en la vieja Cuba de los setenta del siglo pasado y en la Venezuela del siglo XXI.

¿Hay otra izquierda en el seno del gobierno de Castillo?

No. A no ser que nos pongamos a pensar en que el magisterio prosenderista está en Palacio, lo que sería de una luctuosa gravedad.

¿Es Castillo un hombre de izquierda?

Ha demostrado que no lo es. No es que no haya leído a Mariátegui solamente. No es que ignore tenazmente cualquier fundamento del marxismo. No es que Bujarin o Kamenev estén fuera de su interés. ¡Es que cree que la lucha de clases, ciencia pura y aporte del marxismo, es hija de la envidia y no madre de la justicia y abuela de la historia! Castillo es un eslogan, un sombrero que ya no asombra. Su gobierno va decididamente a ninguna parte. Un hombre de izquierda no se rodea de personajillos angurrientos que llaman a sus pares a disfrutar del pasajero festín.

Y no es que sus gabinetes de ceniza lo hagan mal. Es que Castillo ha tomado la decisión de no tener propósito alguno y somete a quienes están bajo sus órdenes al tiempo circular del caos y de la reincidencia.

Mientras tanto, el país gime y aúlla. Los sueldos se devalúan, los alimentos suben de precio, las expectativas de crecimiento son cada vez menos optimistas.

¿La otrora importante CGTP no tiene nada que decir? ¿El SUTEP sigue callado? ¿Los sindicatos mineros no tienen al Perú en su agenda? ¿La señora Verónika Mendoza se apagó en francés? ¿Marco Arana salió en los obituarios de “El Comercio” y no nos hemos dado cuenta? ¿La capacidad de indignación se escurrió en algún aniego de Sedapal? ¿Los universitarios combativos eligieron la afonía?

Las elecciones del año pasado implicaban un contrato tácito: la señora que administra la herencia mal habida del fujimorismo no ganaría (por tercera vez) y le daríamos la oportunidad a un hombre del campo que prometía hacer un gobierno decente. Nadie esperaba a un Castilla, pero tampoco a un Echenique vestido de rondero. De ese contrato, nada queda. Y la resignación no es sabia. Es multitudinaria cobardía.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°579, del 25/03/2022   p16

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