Perú: DINA ERCILIA I (tragedia inconclusa en tres actos…)

Rodrigo Núñez Carvallo

¿Qué es más elevado para el
espíritu: sufrir los golpes y dardos de la
insultante Fortuna, o tomar las armas
contra un piélago de calamidades y,
hacerles frente para acabar con ellas?
Hamlet. Escena I, Acto III

Difícil escribir sobre lo que aconteció esta semana en estos reinos. En tiempos de crisis lo que no pasó en treinta años, a veces se condensa en un día y los acontecimientos adquieren bruscos giros dramáticos como en las tragedias shakespearianas. Lo que pudo ser un drama en un acto, que vivió su inicio con la autovacancia de un irresponsable y torvo mandatario, y debió concluir en una sucesión ordenada y rápida, se convirtió en un estallido social, de caótico e imprevisible curso, que trasladó la intriga de los salones palaciegos al violento escenario de las calles.

¿Qué gatilló esta explosión? En primer lugar la impericia de la recién coronada Dina Ercilia I, que siguió al pie de la letra los fatales dictados de las brujas hermanadas del Consejo Real: la nocturna Keiko, las Patricias, Marthas, y algunos genios malvados menores: Rosángella, Tania, Camote Málaga, Cavero, Montoya y hasta Magaly, la chismosa de la corte que, como hada maligna, se hace acompañar por un pájaro de mal agüero hartamente bautizado como Rospulgoso.

La ingenuidad de la nueva habitante de palacio fue proverbial. Cayó redondita al anunciar que su mandato se extendería hasta el año 2026. El guion que se le había dado así lo pretendía. Esa fue la chispa que hizo arder las comarcas del sur en menos de 24 horas. Los lores del conservatismo congresal intentaban extender su mandato e imponer su agenda contrarreformista durante los siguientes 50 meses.

El segundo desliz de la recién llegada fue retratarse al lado de las principales hechiceras de la conspiración, ante las que se tenía que humillar si aceptaba su designación como reemplazante de Peter Castle. Simbólicamente la mitad del país que había ungido al antiguo gobernante era cruelmente vilipendiada por el torcido sistema político y la obsoleta Carta Magna. Se les expropiaba la voz, eran votos desechables, ciudadanos de segunda categoría, vasallos sin derechos, algo que ya habíamos vislumbrado en los tiempos del Baguazo.

No pasaron ni 24 horas cuando una onda expansiva sacudió el país al enterarse del flamante gabinete. Oscuros personajes encarnados en la meliflua figura de Pedro Angulo dejaron en evidencia que a Dina Ercilia I se le había impuesto un mediocre primer ministro y un programa de contrarreformas al que ella debía acceder para mantener su corona de cartón piedra. El nuevo primer ministro no daba pie con bola, y no tenía reparos en hacer el ridículo. Son terroristas, gritaba en medio de un acceso de estupidez ante los medios.

Dina, entre el poder y su pueblo, eligió lo primero y así se consumaba la traición a sus súbditos. Pero la reacción era diferenciada. En Lima Town sólo los pajes más radicalizados de Peter Castle protestaban. Apenas si se escucha el eco machacón de Nueva Asamblea Constituyente, más una muletilla para intonsos que una propuesta inteligente. Pero mientras en Lima se añoraban las manifestaciones juveniles de dos años atrás que acabaron en cinco días con Merino el Impostor, la situación de los reinos provincianos del sur era totalmente diferente. El país se incendiaba en Andahuaylas, Cusco, Arequipa, Puno, Huamanga, Huancavelica y Cajamarca, y el 80 por ciento de las carreteras nacionales amanecían bloqueadas con piedras, palos y piras mientras aeropuertos, comisarías y sedes de la fiscalía eran tomadas por los enardecidos pobladores y algunos pocos bandoleros. El lunes la ira de los ganaderos arequipeños llegó al paroxismo y se asaltó la planta láctea de Gloria y los locales de algunos voceros a sueldo, que intentaban desnaturalizar la protesta, con bandos y mentiras.

¿Por qué mi tierra se rebela contra mí? –gritaba angustiada doña Dina Ercilia I con su acento cansino y la mirada perdida. ¿No será machismo?–preguntaba desubicada, caminando por los sombríos corredores de Palacio. Su soledad se hacía más fuerte en esa cárcel palaciega donde se sentía maniatada por la derecha trasmutada en Consejo Real. Mil ojos la miraban con sospecha y nada funcionaba. Los militares se negaban a salir de su casa pues no querían cargar los arcabuces ni los asesinatos que la situación les exigía. El tumulto crecía. Las pugnas internas se incrementaban y los funcionarios de la administración anterior, presentes todavía en las oficinas reales, no ocultaban sus ganas de entrampar la gestión que con tan pocas luces se había inaugurado. Finalmente, el primer ministro Pedro Angulo renunció de hecho. Otárola, un humalista reciclado, lo reemplazó en la práctica y apareció como el hombre fuerte del régimen. El gobierno estaba átono. Había que sacar a los cuerpos de infantería y caballería montada pues de lo contrario corrían el riesgo de terminar arrastrados por la asonada civil.

Darth Vader cruzó en ese momento el escenario como en una ópera posmoderna. Desde la Base Naval desplegaba sus contactos y por zoom iba moviendo sus fichas. El jefe del Parlamento, un tal Williams de pelo pintado y oscura foja, permanecía agazapado como poder detrás del trono y al acecho. ¡Nos quedaremos, o todo el poder o nada!, gritaba rodeado de las brujas del Consejo Real, sobre todo de Lady Chirinos, que siempre ha encarnado el mal en estado puro. Su obsesión por el orden y la muerte penetraba su desagradable sonrisa. Un coro de esperpentos engalonados le seguía la cuerda. ¡Matar o morir! –vociferaba un escudero imberbe y tontuelo.

El general Williams contaba los minutos para adecuar la legislatura a sus mezquinos intereses. Sabe que Dina Ercilia no durará mucho, pero tampoco quiere hacerse de un regalo envenenado. Prefiere quedarse en su castillo congresal para perdurar entre las llamas y la sangre. Él y su cámara de privilegiados no quieren perderse las gananciales de 50 meses de sueldos y gollerías. Eternizarse en sus curules es la inversión de sus vidas. Y por eso la hacen larga, buscan excusas y los cincuenta mil gendarmes que han tomado las calles apuntalan su poder disuasivo. Sin embargo, la guardia real no logra detener a los ejércitos de desarrapados.

En algunas pocas circunstancias son turbas, en otras ocasiones simples manifestantes que van y vienen por las calles de más de quince regiones del país con estandartes y carteles. Más del cincuenta por ciento del país está paralizado, mientras la Lima amodorrada sigue en sus tareas simples, ajena al drama.

Dina Ercilia I ha quedado presa de sí misma y de sus aliados y sólo le queda seguir cumpliendo la hoja de ruta que le han diseñado. ¡Mano dura! No hay otro camino, rezongan. Dina Ercilia tiene el cetro pero no tiene el poder. Su cargo es un símbolo vacío, que conforme pasan las horas se va derritiendo como la Carta Magna, mil veces vulnerada y manoseada. Ahogada, Dina Ercilia juega sus últimas cartas. ¡Me voy yo, y también se van ustedes! –plantea ante las cortes. ¡Nos vamos todos! Prácticamente la dejan hablando sola a las paredes, mientras un secuaz del almirantazgo le manda decir que no permitirá que al Parlamento le jalen las orejas. La agenda no la pone usted, ni los enemigos de la Corona.

¡Guerra al terror! –grita nerviosa la derecha. Plomo frente a la sedición. Lanzas, catapultas, espadas. La nueva canciller discurre ansiosa entre los gruesos muros de Torre Tagle. Está preocupada. Los reinos vecinos (Argentina México, Bolivia y Colombia) no reconocen del todo al gobierno peruano y exigen negociaciones y la protección del debido proceso en el juzgamiento de Peter Castle, quien, fiel a su estilo, busca fabricar una conmoción que lo libere de la carcelería.

Todo el reino ya está ocupado por las divisiones reales pero las protestas prosiguen. Las turbas han desaparecido, se han convertido. Pese al estado de sitio las movilizaciones de la plebe continúan. Más aeropuertos siguen cerrados. La gente corta los cordones de seguridad que “protegen” las plazas de armas como sucedió en Ayacucho, en Puno, en Cusco, en Arequipa. Las gentes abandonan sus talleres y sus tierras, y se asoman a los caminos. No piden la restitución del antiguo gobernante que sigue apresado en la torre de la Diroes. La inmensa mayoría, el 90 por ciento de los súbditos, quiere cerrar el Parlamento, cuna de todas las inequidades de la nación, y un rápido adelanto electoral, y ahora optan por una protesta más pacífica como el paro nacional y la desobediencia civil. Los maleantes y vándalos ya no tienen sitio. Mientras más amplia la convocatoria, más consenso para destronar este espurio parlamento. La inicial espontaneidad debe abrir paso a una lucha lúcida. Sería un suicidio o un acto de perversa ingenuidad dejarse llevar por los cantos de sirena de los contragolpistas. La batalla continúa y para ello hay que desmontar una narrativa peligrosa. No son 8 mil los alzados, como miente Otárola ante las cámaras. Son miles, millones. Hace más de treinta años que estamos secuestrados por la casta fujimorista, por los engendros conservadores y si se dan las condiciones marcharemos también, pero tampoco seremos carne de cañón de los bufones de Peter Castle. Tenemos derecho a un país que nos acoja sin tanta injusticia, tanto abandono y tamaña desigualdad. Las leyes de los ricos no son las leyes de los pobres. De eso estamos seguros. La continuidad de Dina significaría una democracia con candados, como tan bien lo ilustrara Lady Chirinos.

La gente no quiere la vuelta del intonso y falsario profesor, tampoco la de un constitucionalista anacrónico, ni de improvisadas tinterillas, pues la gran mayoría de peruanos han sido defraudados en sus expectativas democráticas de justicia, igualdad y cambio. Un amuesha, un magro comunero andino, un trabajador precario del campo o un desempleado de la urbe no se van a hipotecar al sombrío destino que le planteó un ladino, uno de esos indios torcidos y mentirosos que vivían en los intersticios del coloniaje. Únicamente quiere que sus expectativas de mejorar se mantengan, que haya futuro. A estas alturas me pregunto si lo que hubo en este país hasta hace unos días fue democracia. ¿Se puede vivir sin hospitales, sin trabajo, sin escuelas, en el más absoluto desamparo estatal, mientras un puñado de nobles de hojalata y bribones de papel se apropia de toda la riqueza nacional?

Ya estamos hartos de vivir separados por un abismo cultural, económico y político que nos opone y nos denigra, sumidos en el espanto de la vida y de la muerte cotidiana… Ese es el rumor que corre en las plazas aún amordazadas por batallones de anónimos soldados. Un país envilecido por la corrupción, la codicia, el desprecio, el racismo y también el clasismo y cierta soberbia blanca exige un cambio urgente de rumbo. Mientras tanto los trovadores del mañana se pasean entre las multitudes con sus cantos y conjuros.

¿Y el tercer acto? –se preguntarán los lectores, el del pronto desenlace y la resolución del conflicto. Ese solo comenzará cuando Dina Ercilia I abdique y el general Williams haga lo propio. En beneficio de los muchos que somos, hemos descubierto que nuestra principal arma es la persistencia, el brazo inflamado de la lucha pacífica. Que nada obstruya nuestra ruta y nuestra victoria. La realidad de la paz está por encima de la dictadura de la ley y del orden de los cementerios, habría conjeturado William Shakespeare al calor de su pluma, a despecho de aquel ujier propagandístico del poder apellidado Vargas Llosa.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 617 año 13, del 23/12/2022, p18

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