Perú: El disparate de Dina

Juan Manuel Robles

La derecha está envalentonada, o sea, es más cobarde que nunca. La derecha fujimorista y sus aliados han tomado el poder sin haber sido elegidos, gracias al golpe congresal cocinado durante más de un año de hostigamiento, fake news y boicot a Pedro Castillo. La única forma de explicar los disparos a adolescentes, el asesinato de un médico brigadista que estaba ayudando a heridos de las protestas, y el probado uso de balas especialmente destructivas contra los manifestantes, es que el empoderamiento del gobierno es tal que se siente libre de usar la muerte como arma disuasiva; cadáveres que dan mensajes.

No solo matan a manifestantes sino que disparan contra quienes ayuden a los heridos. Buscan causar miedo para golpear el corazón del enemigo y desmoralizarlo. Si suena familiar es porque es lo que parece: una práctica de guerra (contra el propio pueblo). De ahí estampas como el helicóptero lanzando bombas lacrimógenas (la antigüedad de nuestras máquinas le da a la imagen una reminiscencia a Vietnam). El mensaje es simple: no se puede ser civil sin tomar partido, o estamos con ellos o estamos en contra (y socorrer a los caídos es estar en contra). A eso se suman incentivos para delatar a quienes participen de las revueltas. Es una lógica cercana a la de la guerra sucia durante el conflicto armado. Como entonces, la expresión más fiera de la represión son las ejecuciones extrajudiciales y cuerpos como costales de papas.

El fujimorismo congresal lo vive como una fiesta, y enseña los dientes. Pero es una fiesta que les va a durar poco y que va a terminar mal.

Existe en la derecha peruana una confusión: creer que la “mano dura” es una decisión política. No lo es. Es más bien una circunstancia histórica que se da muy de vez en cuando. Requiere consenso nacional, la convicción más o menos compartida de que hay una amenaza verdadera contra el país y el apoyo de la embajada de Estados Unidos.

Alberto Fujimori tuvo esa circunstancia a su favor. A inicios de los noventa, el Perú había llegado a un punto intolerable en que el terrorismo amenazaba con truncar cualquier proyecto de país. La ciudadanía toleró con estoicismo los excesos, las leyes abusivas que burlaban tratados internacionales, decidió mirar para otro lado. Existió, entre gente de bien, la convicción del sacrificio necesario. Fue temporal. De hecho, el Fujimori del tramo final de su mandato ya no tenía ese crédito; el terrorismo dejó de ser una amenaza —por más que el gobierno insistiera en resucitar el cuco— y Estados Unidos le bajó el dedo al dictador; ya no se podía matar como antes, por eso se recurrió a montajes y a extorsiones.

La “mano dura” de Fujimori tuvo que volverse la mano blanda de las dádivas y los programas sociales proselitistas. Mientras tanto, Montesinos hacía el trabajo sucio de la propaganda y la persecución judicial, para así sostener la gran mentira del Perú próspero.

Dina Boluarte no está en la situación inicial de Fujimori ni nada que se le acerque. Por más que se esfuerce en llamar terroristas a los manifestantes, nadie se cree que exista una situación de amenaza nacional. De todos los elementos que se necesitan para la soñada “mano dura”, solo tiene el apoyo de la embajadora estadounidense, que ha hablado con una firmeza que hace tiempo no le veíamos a alguien en su cargo (Evo Morales consiguió que ningún embajador volviera a usar ese tono en asuntos internos bolivianos, pero Perú sigue en el siglo pasado). Y aunque es un espaldarazo importante, no basta. La embajadora Lisa Kenna es una exagente de la CIA y trabajó directamente con Mike Pompeo, secretario de Estado en la era Trump —activo opositor de los progresismos latinoamericanos, que apoyó explícitamente a las represiones de Chile y Colombia hace unos años—, por tanto son esperables sus paranoias de Guerra Fría, pero su respaldo tiene como límite una llamada de la administración Biden, desde Washington, en el momento en que las muertes hagan lucir al país demasiado inestable.

Boluarte tiene que estar demasiado obnubilada por el poder para creer que puede ser ella, una presidenta de transición por sucesión constitucional llamada a dialogar, quien instaure un nuevo régimen autoritario al Perú. Tiene que estar muy confundida para pensar que, después de su descarado transfuguismo, puede instaurar un régimen autoritario no por una situación de emergencia —que no existe—, sino por el capricho y los sueños húmedos de las tiendas políticas que no ganaron las elecciones. Es un disparate que le va a costar caro a ella y al país.

A Pedro Castillo le criticaron las malas influencias desde el principio: que Vladimir Cerrón, que Evo Morales, que los ministros “terroristas”, que los sindicatos “senderistas”. Pero Dina Boluarte maneja el estallido social dejándose guiar por individuos con antecedentes reales en el terrorismo de Estado y mandos policiales implicados en ejecuciones extrajudiciales. Es claro que esa lógica de masacre como escarmiento está poniéndose en práctica. ¿Dónde están los medios hegemónicos que marcaban cada falta ideológica en el historial de los funcionarios de Castillo para señalar a los responsables de esta política inepta que nos llena de sangre? ¿Dónde están los dominicales que rebuscaban denuncias policiales de hace cuarenta años en la cuota de Perú Libre para escarbar y exhibir el documentado prontuario criminal de los asesinos de hoy?

Las de hoy sí son malas influencias, que llevan a perder la conexión con la realidad. En un claro acercamiento al delirio, el gobierno pretende no solo eliminar a cuanto revoltoso sea necesario, sino emprender la restauración nacional conservadora. Esto incluye el anuncio de medidas como volver a incluir el curso de educación cívica (en la lógica militar, imponer símbolos patrios a los salvajes, rojos y terrucos).

Dio lástima ver a Castillo imitar el Fujimori golpista. Pero da más lástima ver a Dina Boluarte emular al Fujimori pacificador, creerse una versión nueva de lideresa del orden. Hasta los cínicos a los que no les importa la vida de los manifestantes del Perú “profundo” empiezan a decir, en los medios hegemónicos, que esas muertes eran “innecesarias”. Y va sólo un mes de gobierno.

Por lo general disfruto cuando la derecha y los fujimorismos se equivocan. Como dice el dicho, no interrumpas al enemigo cuando comete un error. Pero en este caso no puedo sentarme y sonreír de su gigantesca estupidez, su megalomanía terminal y su nulo entendimiento del país que está incubando una rabia unánime. Porque en este caso el descalabro viene con sangre y disparos por la espalda. Lo único que reconforta es la convicción de que, tarde o temprano, les esperan tribunales y celdas, y la segura condena de la historia.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 618 año 13, del 13/01/2023, p14

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