Perú: Nuestra culpa

Juan Manuel Robles

Recuerdo bien el día en que, a puertas de empezar a dictar un nuevo taller literario en el centro cultural de la PUCP, junto con el contrato de siempre vi anexado un documento que debía llenar: era una declaración jurada en la que decía que yo no había sido nunca procesado por terrorismo o por apología del terrorismo. No decía sentenciado, tampoco aclaraba que la sentencia fuera condenatoria. El papel me dejó perplejo. No solo por lo expeditivo del asunto, sino por el contenido, una suerte de interpelación, como cuando te obligan a declarar si portas un virus mortal y contagioso.

Inmediatamente pensé dos cosas: que el papel se veía muy serio y que algo no cuadraba. Pero no me detuve mucho. Firmé y pasé a lo mío.

Ese firmar rápido y enfocarme en lo mío me ha estado dando vueltas en estos días infames. Ese acto, no preocuparme porque no era algo que me afectara a mí, multiplicado por cientos y miles de mentes, es justamente parte de lo que preludia coyunturas horrorosas como la que vivimos. Y aunque no me siento responsable, sí vi claramente lo que pasaba y me queda la sensación de que pude hacer algo más.

Porque es obvio que es dañino, o al menos profundamente discutible y sospechoso, que alguien no pueda ejercer cátedra por haber sido procesado alguna vez por “terrorismo” (el entrecomillado en el Perú es inevitable). Esa era la razón de la declaración jurada: estigmatizar y vetar amparados por el Código Penal (la institución en la que yo enseñaba solo cumplía la ley). El Congreso había dado una serie de leyes contra el terrorismo que, entre otras cosas, exigían desvincular a los docentes subversivos. La idea madre sonaba atendible: que los terroristas no enseñen en las aulas. Pero en este país un procesado por terrorismo es muchas cosas. Es, por ejemplo, alguien a quien delataron bajo amenaza o tortura, y pasa años en la cárcel injustamente preso. O un inocente indultado. O un excarcelado con participación menor. No solo eso. La ley dejaba sin trabajo a quien estuviera procesado por apología del terrorismo, que, como hemos dicho aquí, es una ley abierta a la libre interpretación de los semióticos de la Policía Nacional.

Quitarle el trabajo como profesor a alguien que fue procesado por terrorismo y luego absuelto es un acto de barbarie. Quitárselo a un condenado por terrorismo que cumplió su pena, sin consideraciones de sus delitos y arrepentimiento, es algo que merecía una discusión grande. Quitárselo a alguien que fue investigado por apología del terrorismo es, visto lo que hemos visto en el Perú, un muy probable abuso.

Todo eso era evidente. Pero nadie lo dijo en voz alta.

De hecho, esas normas se dieron en el 2017, a iniciativa del fujimorismo, cuando hacía mucho que Sendero Luminoso ya no existía como organización terrorista que asesina, ejecuta autoridades y comete atentados. Su brazo “legal”, Movadef, recolectaba firmas para indultar a Abimael Guzmán, pero no cometía actos delictivos (ni los cometió luego). El MRTA llevaba veinte años desaparecido (su historia acabó con el operativo Chavín de Huántar en 1997).

Eran, pues, leyes que se ensañaban contra el “pasado terrorista” en momentos en que ya no había terrorismo. Esas leyes no tenían ningún sentido, salvo el de crear las condiciones para un control policial del pensamiento y legalizar la cacería de brujas. Permitían una suerte de muerte civil para generar escarmiento. Como siempre, los que más sufrieron de la severidad de la norma estaban en el interior del país. Pero nadie lo dijo. (Yo tampoco).

Recuerdo que puse una foto de mi declaración jurada en las redes sociales y expresé mi preocupación. Un profesor universitario me escribió en privado a decirme que, en efecto, él había tenido que abandonar la cátedra porque estaba incluido en la lista negra. Me dijo también que socialdemócratas y progresistas, algunos en unas ONG respetadísimas, no se querían comer el pleito. Nadie quería ayudarlo a denunciar el atropello.

Hoy que un régimen autoritario y asesino se siente con el derecho de meter a la Policía a los colegios de nuestros hijos amparándose en el “peligro terrorista”, hay que decirlo: progresistas y liberales de la ciudad letrada hemos dejado que ocurra, frente a nuestros ojos, la construcción de esta parafernalia de control ideológico, que siente que todo vale con la excusa del peligro terrorista. Diseñaron las piezas como quien prevé el futuro y no dijimos nada.

Me pregunto qué hubiera pasado si conductores de televisión, periodistas mediáticos y editorialistas hubieran expuesto los evidentes peligros de estas normas. A pesar de esa apatía de la prensa, no fue una controversia menor. En 2020, justo antes de la pandemia, más de siete mil ciudadanos presentaron una demanda ante el Tribunal Constitucional cuestionando estas leyes. No eran pocas personas. Pero no se generó un debate nacional.

Y eso que las normas eran tan aberrantes que el Tribunal Constitucional (al que hace tiempo se le sale el fustán derechista), si bien desestimó casi todo el pedido, le dio la razón en un punto: no se puede restringir el derecho a ser docente de quien ya ha cumplido su pena por terrorismo y se ha rehabilitado. Incluso aquellos tribunos lo reconocían.

Sin embargo, cuando se dieron esas leyes, la gran prensa no advirtió el disparate. Los más reputados progresistas no pusieron el grito en el cielo. Los liberales que defienden la libertad de expresión de Charlie Hebdo no dijeron esta boca es mía.

Era exactamente lo que parecía. Parte de un plan. Como para complementar el gran combo, por esos días se amplió la ley de apología a otras plataformas (como redes sociales), y se endurecieron sus penas. Se completaba así el “hackeo” legal que ahora hace posible una máquina de la represión poderosa, que por un lado dispara y por otro neutraliza las consciencias: si un policía te llama terrorista y ve en tus pancartas ciertos colores, quedas marcado y en el futuro te puedes quedar sin trabajo.

Y yo sé que en este espacio culpo a la izquierda progresista de sus omisiones y tibiezas. Hoy no lo haré. Hoy me incluyo en la crítica. No es difícil entender por qué prefirieron callar. Tuvieron miedo. ¿Quién no lo tuvo?

El miedo a que te digan terrorista, a que te vinculen con ellos, a que te pongan en la lista negra, a que te tachen. A que la opinión pública —azuzada por tabloides macartistas— te califique de blando ante la subversión (reactivando la leyenda negra). Así funcionan estas leyes.

Pero hoy, con las botas aplastándonos el cuello, es tiempo de preguntarnos si no toca corregir el error y defender a las víctimas del falso antiterrorismo, y cuestionar las leyes que permiten que los enmarroquen como animales. Puede ser arriesgado pero es lo que toca, cuando hay peruanos que están poniendo el pecho ante balas, perdigones y bombas lacrimógenas.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 622 año 13, del 10/02/2023, p14

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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