Traición: Marca Perú

Juan Manuel Robles

Aquel domingo, la señora Dina Boluarte fue interceptada por una turba enfurecida que empezó a atacarla sin miramientos. Salía del Complejo Deportivo Morococha, en el distrito de Surquillo. No contentos con la demostración de rechazo, la persiguieron en su camino a casa. Cuando Boluarte logró entrar a su edificio, continuaron los gritos en la puerta. Comunista, le dijeron. ¡Fuera de aquí!, exclamaron. Era el 6 de junio de 2021. El día de la segunda vuelta de las elecciones generales en el Perú. Ella, la candidata a la primera vicepresidencia por Perú Libre, era en Lima una intrusa indeseada y así se lo hicieron sentir.

Fue uno de los hechos más bochornosos de una campaña llena de oprobio, desmesura y vergüenza ajena. Fue también uno de los que provocó más indignación —por la cobardía de la emboscada—, compasión —una mujer sola era víctima de la intolerancia ideológica— y preocupación por algo horrible que estaba cocinándose en el Perú. Unos insistían en llamarlo “polarización” pero en realidad era la reacción matona de quienes veían en riesgo sus privilegios por un ajuste al modelo económico. Cómo no sentir empatía por Dina, si eso que le acababa de ocurrir era lo que le comenzaba a pasar a todos los que declaraban su voto por Pedro Castillo para evitar que la mafia de Keiko Fujimori obtenga todo el poder.

Solidaridad con Dina, dijimos. Estamos contigo.

El recuerdo me asaltó de pronto esta semana al ver, una vez más, la indolencia con la que Dina Boluarte, hoy sucesora tras el complot de la derecha que llevó al intento de golpe de Castillo, se esmera en encarnar un gobierno que se mantiene en el poder asesinando peruanos inocentes, encarcelando personas por razones ideológicas —con evidencias dudosas y detenciones arbitrarias—, arruinando vidas con acusaciones falsas de terrorismo. En fin, un gobierno que ha vuelto a poner al Perú en el mapa de los países violadores de derechos humanos, del que tanto esfuerzo nos costó salir.

Me asalta la pregunta: ¿Cómo se siente alguien de pasarse al bando de sus hostigadores? ¿Cómo se siente alguien que sufrió en carne propia la intolerancia y el macartismo, de iniciar el peor periodo de persecución contra las izquierdas sociales en el siglo XXI? ¿Cómo se siente una terruqueada al terruquear luego, sin sangre en la cara? ¿No siente al menos algo de pudor? ¿Es compatible un salto así con algún tipo de paz mental? Pero más que ella y su mente —que la terminará llevando a la cárcel—, me preocupan sus electores. Nosotros, nuestra golpeada psiquis.

Porque lo de Dina Boluarte no es aislado. Ella es solo una hipérbole monstruosa de algo que se ha vuelto común (y ya no tan corriente). Hablo de la traición electoral, normalizada como nunca. Es casi una representación ritual, una danza costumbrista en que el cortejo no tiene absolutamente nada que ver con lo que se hace una vez obtenido el cargo. Y donde la humillación no es del que comete la traición, sino del que le creyó estúpidamente.

Así vemos al presunto liberal que decía apoyar los derechos de las minorías y ser cool, quien convertido en congresista se vuelve aliado de la derecha radical, se ríe de los asesinatos en protestas sociales, y no tiene reparos en aliarse con grupos antiderechos, conservadores y homofóbicos —siendo él homosexual—. O el supuesto progresista que decía “sin ciencia no hay futuro” —qué poderoso eslogan para creer en un país transformado por sus cerebros, por sus seres brillantes— y termina experimentando migas con… el fujimorismo.

Nunca fuimos un país santo pero en otros tiempos traicionar las convicciones y pasarse al bando rival tenía un costo político. Había que tramar una estrategia, argumentar haciendo malabares, explicar que dos más dos, a veces, no son cuatro, pues la vida da vueltas, y que ha habido una reflexión profunda, de años.

Hoy no. Hoy es un acto que no sorprende. A lo mucho, es visto como la palomillada del conductor que, en medio del embotellamiento, sale de la acera y voltea en U para manejar contra el tráfico (con risitas). No provoca la indignación de la prensa hegemónica. No se analiza qué implica que un político traicione sus principios de manera tan súbita y descarada, qué puede haber detrás, qué intereses están en juego.

No es un asunto de decencia nada más. Las convicciones de un político le dan legitimidad, son un seguro moral —y real— contra las presiones que siempre están allí. ¿Qué queda en pie en un sistema electoral donde de pronto es natural que votes por un candidato con un programa y que ese candidato termine persiguiendo ese programa, aprovechando su cercanía con los defensores de la causa para destruirlos y marcarlos? ¿En qué se convierte el acto de ir a abrir la boleta y marcar el color de quien, según lo ofrecido, lo hará mejor?

Vuelvo a ese domingo de junio, nublado como es normal en Lima. Dina Boluarte, atacada e insultada, alzó las manos en señal de no oponer resistencia. La apoyamos tantos. El Perú se esfuerza por convencernos de que creer imposible que esa mujer agredida nos traicionara así es una cosa de ingenuos y estúpidos. Pues prefiero declararme ingenuo; lo otro —que ninguna palabra valga nada— implicaría volvernos locos.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 635 año 14, del 12/05/2023, p12

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