Perú: país en descomposición

Raúl Tola

La turbulenta vida política del Perú volvió a dar un nuevo y dramático giro este lunes cuando, con 105 votos a favor, 19 en contra y 4 abstenciones, Martín Vizcarra fue vacado de la presidencia de la República. Su lugar ha sido ocupado por Manuel Merino de Lama (presidente del Congreso y uno de los principales promotores de la destitución de Vizcarra), que asume un Gobierno precario y rechazado desde la calle.

Para comprender este desenlace tendríamos que volver en el tiempo al 28 de julio de 2016. Entonces, luego de puntear toda la campaña electoral, Keiko Fujimori perdió la presidencia [en segunda vuelta] a manos del economista Pedro Pablo Kuczynski (PPK). A pesar de esta derrota, el amplio triunfo en primera vuelta de la hija mayor de Alberto Fujimori —quien gobernó al país entre 1990 y 2000, fue destituido en medio de un escándalo de corrupción y hoy está preso— le confirió el control del Congreso con una mayoría de 73 parlamentarios sobre 130.

Alegando un fraude electoral que nunca se molestó en probar, Fujimori empleó su poder para fustigar al Gobierno desde el vamos, empujando dos procesos de vacancia (diciembre de 2017 y marzo de 2018), que desembocaron en la renuncia de Kuczynski. Este fue sucedido por Martín Vizcarra, su primer vicepresidente. Nacido en la región Moquegua (sur del Perú), de la que fue gobernador, el nuevo presidente parecía condenado a un período fantasmal, sirviendo de comparsa al fujimorismo.

Pero Vizcarra tenía otros planes y pronto pasó a la ofensiva. Lo ayudó el descubrimiento del caso Cuellos Blancos del Puerto, una mafia de jueces y fiscales en el puerto del Callao —el más importante del Perú— cuyos vínculos con el partido fujimorista Fuerza Popular terminaron por quedar expuestos. Junto con buena parte de la clase política peruana, la situación de Keiko Fujimori se complicó todavía más cuando, investigada por servirse de su partido para disfrazar donaciones de la caja B de Odebrecht, fue ingresada en prisión preventiva en noviembre de 2018.

Esto no interrumpió las fricciones entre el Ejecutivo y el poder legislativo, que seguía en control del fujimorismo. Para lidiar con ellas, Vizcarra planteó varias iniciativas, como una reforma constitucional del sistema político que fue aprobada por referéndum popular. Esta y otras medidas —como un adelanto de elecciones para romper el punto muerto en que se encontraba el país— fueron rechazas o deformadas por el Congreso. Pero para Fuerza Popular y sus partidos aliados la única salida era la destitución o renuncia de Vizcarra.

Cualquier intento de diálogo se rompió definitivamente a finales de 2019, cuando la oposición parlamentaria se lanzó a la conquista del Tribunal Constitucional que, hasta ese momento, había servido como contrapeso de poderes, frenando algunas de las más polémicas iniciativas del legislativo. Era verdad que los mandatos de varios magistrados estaban vencidos y tocaba una renovación, pero el proceso se manejó con tanta celeridad y premeditación que sus intenciones quedaron en evidencia (entre ellas, declarar la inconstitucionalidad del acuerdo de colaboración eficaz firmado por la justicia y Odebrecht, vital para los avances del caso Lava Jato).

Como respuesta, Vizcarra presentó una moción de confianza contra el proceso de selección de magistrados constitucionales. Según la Constitución peruana, el presidente está facultado a cerrar el Congreso si dos de estas cuestiones le son negadas (la primera negativa había ocurrido cuando PPK aún gobernaba). Como el proceso de selección prosiguió e incluso se nombró a un primer magistrado, Vizcarra asumió una “negación fáctica” de la confianza y cerró el Parlamento.

Aunque la oposición intentó resistirse, Vizcarra se impuso en este pulso y convocó a elecciones legislativas. El producto de estos comicios —a los que el presidente no presentó candidatos, en un error estratégico cuyas consecuencias sigue lamentando— fue una representación nacional heterogénea, atomizada, con bancadas que respondían a intereses particulares, muchas veces cuestionados, y que terminó por revolverse contra quien, en la práctica, la había gestado.

Por necesidad o convicción, durante su paso por el poder Vizcarra había respaldado múltiples procesos de regeneración nacional. Estaban la reforma política y el cierre del Congreso. La lucha contra la corrupción del caso Lava Jato, que había conducido a la detención de los últimos presidentes del país (Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Kukzynski) y al suicidio de Alan García Pérez, así como del caso de Los Cuellos Blancos del Puerto, saldado con una enmienda de la administración de justicia. Finalmente, el respaldo a la reforma de la educación, que chocaba con el boyante negocio de las universidades de mala calidad que proliferaron en Perú desde 1998, con algunos empresarios llegando a fundar partidos políticos y a auspiciar bancadas parlamentarias.

La concurrencia de estos tres procesos volvieron a Vizcarra un personaje incómodo para buena parte del Congreso. Como es evidente, ni las cúpulas de los partidos políticos, ni las camarillas corruptas amenazadas por los procesos anticorrupción ni los mandarines de la educación de baja calidad iban a entregarse sin ofrecer pelea. Las tensiones entre el Gobierno y el nuevo Parlamento comenzaron a escalar lentamente, hasta que estallaron el día en que Vizcarra inició su último año de mandato: según la Constitución, a partir de entonces el Parlamento ya no podía volver a ser cerrado por el presidente.

Pronto la alianza de las distintas bancadas en contra del Vizcarra comenzó a resultar evidente. A ella se sumó el partido Unión por el Perú, dirigido desde la cárcel por Antauro Humala —hermano del expresidente Ollanta Humala— preso por una sublevación armada que se saldó con la muerte de cuatro policías, quien aspira a salir por el camino del indulto presidencial. También se incorporó el FREPAP, un partido evangélico confesional y fundamentalista.

El primer embate contra la presidencia ocurrió a propósito del caso “Richard Swing”: un excéntrico cantante que apoyó a Vizcarra en el pasado y, en recompensa, fue contratado por el Ministerio de Cultura, lo que desató una polémica exacerbada por la oposición. La revelación de unos audios donde Vizcarra discutía con su círculo interno cómo manejar el caso, que incluían un intento de ocultar información, disparó un primer intento de vacancia. Pero este no reunió los votos necesarios y fracasó.

El Congreso no esperó un mes para emprender un nuevo proceso de vacancia. Esta vez las acusaciones eran más graves y provenían del equipo especial de fiscales encargados del caso Lava Jato, que filtró a la prensa las declaraciones de varios aspirantes a colaboradores eficaces que aseguraban haber sido testigos de la entrega de sobornos a Vizcarra cuando todavía era gobernador regional de Moquegua por dos obras: Lomas de Ilo y Hospital Regional de Moquegua. Un caso incipiente pero que revestía mayor gravedad, que dio lugar a un proceso que, en un comienzo, no pareció contar con los apoyos necesarios, pero fue sumándolos con el paso de los días, hasta desembocar en la salida de Vizcarra.

¿Se justificaba la vacancia? Quienes afirman que sí dicen que, para aplicarla, la Constitución no exige otro requisito más que una suma de 87 votos. Pero esta interpretación pervierte una institución que debería ser excepcional, rompe con la presunción de inocencia, con el principio de equilibrio de poderes y, si está en minoría, puede librar la suerte de un presidente a los humores y caprichos del Congreso. Obvia, además, la dramática situación de emergencia que vive el Perú por la pandemia del coronavirus —por semanas, el país fue primero en el porcentaje de muertes por millón de habitantes del mundo y su PIB cayó 40 puntos solo en abril—, a la que se suma la inestabilidad de una sucesión polémica y turbulenta. La alternativa era esperar los escasos meses que restaban para que el período de Vizcarra llegara a su fin (las elecciones están convocadas para abril y el cambio de mando debía producirse el 28 de julio) y entonces, fuera del cargo, sin la inmunidad presidencial, proceder a investigarlo y, de ser el caso, condenarlo.

El Congreso escogió la opción más dramática y repentina para allanar un camino que, se teme, pasará por beneficiar a los grupos de interés representados en la vacancia, alterar el cronograma electoral, frenar los procesos anticorrupción y revertir la reforma política. Ahora mismo, la alianza que sacó adelante la vacancia presidencial controla el Ejecutivo, el Legislativo y, muy probablemente, pronto se lanzará en pos del Tribunal Constitucional (la renovación que condujo a Vizcarra al cierre parlamentario nunca se produjo, y seis de los siete magistrados tienen el mandato vencido). Una concentración de poder que no se veía desde tiempos de Alberto Fujimori y que, todo indica, será empleado de una manera facciosa e imprudente.

Sin embargo, el flamante presidente Manuel Merino no las tiene todas consigo. Para comenzar, encabeza un Gobierno impopular, de dudosa legitimidad, que nació de un proceso calificado por buena parte de la opinión pública como “golpe de Estado”. También están los intereses de los bandos que lo integran, cuyo único denominador común eran las resistencias contra Martín Vizcarra, a quienes el Ejecutivo deberá mantener satisfechos, complaciendo sus múltiples exigencias. Finalmente, está pendiente de resolverse una demanda de competencia ante el Tribunal Constitucional que aspira a acotar los supuestos de vacancia presidencial. Como sea, el Perú ha entrado en una etapa de franca descomposición. Por si fuera poco, en lo que parece una broma siniestra del destino, lo hace a punto de entrar al 2021, cuando celebra el bicentenario de su independencia y su nacimiento como república independiente.

https://elpais.com/opinion/2020-11-10/peru-pais-en-descomposicion.html

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