Perú: “Si va contra los derechos como mujer y como persona, la tradición tiene que cambiar”

Tarcila Rivera         (Entrevista de Diego Salazar)

Tarcila Rivera es presidenta de la asociación Chirapaq y es considerada una de las activistas por los derechos indígenas más importantes de América Latina. En sus más de treinta años de carrera, ha sido reconocida por múltiples organizaciones a nivel internacional, como Unicef o la Fundación Ford. Fue miembro del Comité Asesor Global de la Sociedad Civil de ONU Mujeres y el Foro Permanente para Asuntos Indígenas de la ONU. Además, es fundadora del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas (Ecmia) y del Foro Internacional de Mujeres Indígenas (FIMI).

OjoPúblico conversó con ella sobre los problemas que atraviesa la democracia peruana, algunos de sus vicios estructurales como el racismo y la larga lucha por la igualdad de derechos que siguen enfrentando las mujeres indígenas en nuestro país.

En una entrevista hace ya un tiempo dijo usted: “El racismo no está relacionado solo con el color; el racismo es una ideología que te hace tomar decisiones a la hora de otorgar derechos. Y eso está detrás de la falta de políticas públicas para los pueblos indígenas de toda la región de América Latina”. ¿Qué es el racismo hoy y cómo se manifiesta?

Los y las que hemos sufrido racismo, quienes hemos sufrido discriminaciones, en ese momento no es que pensáramos en el concepto de racismo como podríamos entenderlo y definirlo hoy, con la información que hemos acumulado. Pero al sufrirlo y compartir experiencias hemos ido preguntándonos por qué estamos en esta situación. Yo siempre cito cómo las mujeres indígenas de las tres Américas nos juntamos en el 2002 en Oaxaca, México y nos preguntamos por qué todos los pueblos originarios, en particular las mujeres, estamos fuera de las políticas públicas, fuera de la inversión del Estado, fuera de la atención en el desarrollo socioeconómico y cultural del país.

¿A qué conclusión llegaron en ese entonces?

Llegamos a la conclusión de que en países donde lamentablemente queda esa mentalidad totalmente colonizada, y aún colonizante, se ejercen políticas y dominan actitudes de parte de los que tienen el poder con una mirada de arriba hacia abajo. El racismo viene a ser una de las peores formas de violencia porque hace que nuestra autoestima no esté fuerte.

Tanto nos agreden, nos excluyen, nos menosprecian, que llegamos a creer que realmente somos personas sin derechos. Todo esto empieza a ser más claro, sobre todo para nosotras las mujeres, en el sentido de cómo es que nuestra condición de ser descendientes de pueblos originarios, de hablar lenguas propias, de estar en espacios geográficos propios y tener expresiones culturales propias –que en muchos casos son utilizados para el turismo y como folklore–, ha conducido a que exista una falta de reconocimiento como actoras socioculturales en nuestros medios.

¿Y qué hacen cuando toman conciencia de esa falta de reconocimiento?

Empezamos a luchar contra el racismo y las discriminaciones, porque finalmente entendemos que el que piensa o cree ser superior a otros, en el espacio que le toque ejercer poder siempre va a actuar basado en sus propios códigos y entonces siempre tendrá una relación de menosprecio o subestimación hacia los que considera que no son sus iguales. Porque así se nos dice. A mí en el Perú siempre me han dicho: “tú eres una igualada”. Sí, soy una igualada en derechos. Es un proceso que hemos venido construyendo.

¿Cómo han sacado adelante ese proceso?

Desde la Tercera Conferencia Mundial Contra el Racismo y la Dicriminación, las indígenas nos hemos apropiado de ese escenario y de esa convención para decir “oigan no hay derecho de discriminarnos, de marginarnos y, sobre todo, negarnos derechos propios”. Pese a esa lucha, en el Perú se ven ciertos retrocesos que son muy tristes.

Además de los niveles de violencia verbal en las elecciones pasadas en Perú, y que develaron, por si hacía falta, lo racista y clasista que sigue siendo nuestra sociedad, en estos años hemos vivido otro fenómeno que también ha desvelado la naturaleza racista y clasista del Estado. En casi todos los países de la región, y Perú no ha sido la excepción, las comunidades más afectadas por la pandemia han sido las indígenas.

La pandemia nos ha demostrado descarnadamente la realidad de la implementación de políticas públicas y la distribución de los recursos del Estado. Cómo es que el gran sector popular, llámese indígena o no, llámese rural o urbano marginal, hemos estado fuera de la atención formal del Estado en todos los aspectos. Cuando hablamos de empleo, de ingreso promedio mensual, de servicios públicos, ahí vemos la forma en que hemos sido históricamente dejados de lado. El estado y nuestras élites no quieren fijarse en las zonas marginales, por ejemplo, que rodean Lima.

Nadie parece querer preguntar ¿quiénes viven ahí? ¿Cómo viven esas personas, que son peruanas y peruanos que merecen el mismo tratamiento que cualquier otro ciudadano o ciudadana? La pandemia lo que ha hecho es demostrar que hay un gran sector de la sociedad peruana al margen de las políticas del estado. Principalmente en lo que a educación, salud y empleo se refiere. Hemos tenido que enfrentar situaciones tan tristes que en algunos casos se han romantizado. El caso, por ejemplo, de lo que se llamó “los caminantes”, con cierto tufillo poético. Una realidad desgarradora. Familias enteras que debían retornar a pie a sus lugares de origen porque no podían trabajar ya en Lima, porque no podían garantizar los ingresos mínimos para subsistir.

Claro, hemos visto también cómo se romantizaban los esfuerzos de los padres y madres de familia para que sus hijos pudieran continuar su educación en condiciones tremendamente adversas y que no deberían existir.

Así es. Mamás que han tenido que ir con los hijos a la zona más alta del pueblo para poder captar señal y que sus hijos puedan descargar los materiales que necesitaban o escuchar una clase. Pero, además, estas mujeres, porque son casi siempre mujeres, han debido dejar de lado sus múltiples labores para hacer acompañamiento en la educación de sus hijos, que muchas veces no podían hacer el trabajo escolar solos. Y eso se ha retratado como “uy qué lindo, se han ido hasta el cerro para captar señal y que los hijos puedan estudiar”.

Cuando la realidad no es linda, no es nada romántica, y es una vergüenza que las familias deban pasar por estas situaciones ante la inacción del Estado. El lado, si se quiere positivo, aunque no tiene nada de positivo, es que quizá esto haya servido para que la ciudadanía tome conciencia y ojalá nos sirva de lección. Porque ¿quién conocía esta realidad, cuándo una cámara de televisión o el Estado iban a fijarse en esto? Es como si se hubiera tapado por años. Y la pandemia nos lo ha puesto delante con una violencia que es difícil de ignorar. Aunque haya quienes quieran insistir con que “todos somos iguales”. Y no es así, lamentablemente no todos somos iguales en derechos en el Perú.

Y en pandemia, mientras el gobierno peruano hacía anuncios para que la gente se lave las manos con frecuencia, miles de personas no contaban con agua potable en sus casas. Todo esto contrasta de forma terrible con la imagen de éxito que el Perú ha proyectado en los últimos 20 años, más o menos desde la vuelta a la democracia.

Claro, uno mira, por ejemplo, los cerros ahora que estamos con un invierno húmedo horrible, la gente que vive bajo cartones, que no tiene un techo ni un suelo que los proteja, que tiene que comprar el bidón de agua cada día porque no llega el agua, que no tienen desagües. Cómo es que estas personas, ciudadanos como usted y como yo, no son prioridad para el Estado y los gobiernos locales. Desde ciertos sectores se vende la idea de que se puede paliar la inacción gubernamental y las injusticias con donaciones. Y nosotras, mujeres indígenas que llevamos años analizando estos asuntos, no estamos de acuerdo. No creemos que las donaciones sean ningún tipo de solución.

¿Qué quiere decir?

No se necesitan regalos ni donaciones. Se necesita una buena educación, se necesitan oportunidades de formación y se necesita empleo digno. Nosotras y nuestros hijos e hijas, si contáramos con esas oportunidades, no tendríamos que pedir a nadie. No nos veríamos obligadas en esos barrios a recurrir al comedor popular, por ejemplo. Más bien, estaríamos en capacidad de generar economía propia o economía cooperativa, basada en el trabajo de estas mujeres y sus capacidades. Capacidad y creatividad existen, pero cuando vemos los compromisos para la eliminación de la pobreza, no van más allá de las donaciones.

Ojalá los decisores de políticas públicas puedan cambiar sus anteojos y entender que lo que se necesita, tanto en la zona urbana como en el campo, es apoyar esfuerzos productivos, donde las personas, en nuestro caso las mujeres indígenas, puedan tener oportunidades similares a las de otros colectivos. Pero, lastimosamente, estamos cada vez más decepcionadas, nos sentimos olvidadas e ignoradas. Como dicen muchos historiadores y científicos sociales, ¿qué hacemos para refundar el Perú? Yo no sé si lo que necesitamos refundar más bien son nuestras mentalidades.

A su modo de ver, entonces, ¿esa política centrada en donaciones cumple una función similarmente perversa a esa romantización de la lucha contra la pobreza de que hablábamos antes?

Así es. Invisibiliza, tapa la realidad y le permite a unos cuantos decirse que están haciendo “el bien”, pero eso no tiene un impacto real y duradero. Nosotras lo que pedimos es una mejor distribución de los recursos, que, por ejemplo, no haya evasores de impuestos de economías generadas con las industrias extractivas en nuestros propios territorios. Hace falta un ejercicio del poder que realmente tenga en cuenta los recursos que se generan y la distribución equitativa con las prioridades de las mayorías en mente. No se necesitan regalos ni concesiones especiales, se necesita priorizar la inversión para que todos lleguemos a un nivel medio, digno, de vida. Tener una educación suficiente que me permita competir, ganarme la vida y generar ingresos para mi familia no es un privilegio, no debería serlo.

Pero si el Estado permite que se evadan impuestos, que el dinero recaudado se pierda a manos de la corrupción, y luego pretenden paliar esas desigualdades con donaciones porque así supuestamente van a luchar contra el hambre y la necesidad, en realidad no se va a conseguir nada más que generar dependencia e inmovilizarnos. Cuando nosotros somos pueblos con tradición de trabajo, creatividad y resistencia ante las situaciones más difíciles, si no hubiéramos desaparecido. Miremos nada más a los conos en Lima, esa economía tan pujante, ¿quién la ha impulsado? ¿El Estado ha invertido ahí? Para nada. Es el esfuerzo de la propia gente.

Sobre la dificultad de acceso a educación que menciona, leí en una entrevista que cuando usted trabajaba como empleada doméstica y quería estudiar se enfrentó a la resistencia de sus empleadores. Al punto de que en algún momento alguno le dijo “Tú eres una indiecita y vas a seguir siéndolo”. ¿En sus conversaciones con mujeres más jóvenes ha encontrado que siguen enfrentando esos mismos obstáculos?

Fíjese, yo soy de una pequeña comunidad de Ayacucho, y yo pensaba que solo las andinas nos iniciamos en la interacción con la otra cultura a través del servicio doméstico. Pensaba que solo las serranas empezábamos a aprender castellano de esa manera, siendo ahijadas o sobrinas que trabajaban en esas casas a veces por solo comida y techo. Y en mi caso comida, techo y colegio, porque yo nunca quise renunciar a mi educación. Pero conversando con lideresas de otras comunidades descubrí que tenemos las mismas experiencias. Por lo menos otras tres lideresas muy reconocidas que conozco se han iniciado en el aprendizaje de la otra cultura en el servicio doméstico.

Debe requerir mucho esfuerzo llegar a donde usted ha llegado partiendo de ahí.

La verdad que sí. Al igual que mis compañeras, nos hemos resistido, nos hemos rebelado contra una sociedad que nos decía, y nos sigue diciendo, que solamente servíamos para ese trabajo. Hemos podido usar estratégicamente esa situación para aprender bien el castellano, para fortalecernos y luego decidir qué hacer en la vida. Algunos ven en el servicio doméstico una forma de quitarnos dignidad, de encasillarnos y hacernos creer que solo servimos para eso.

Pero en otros casos, para muchas de nosotras ha sido una forma de abrirnos camino, de toma de conciencia también, sabiendo que lastimosamente no se nos ve como iguales, que no tenemos las mismas oportunidades, y por ello debemos enfrentar muchos más desafíos. Es difícil, pero una debe aprender que no es una pobre infeliz que solo debe mirar el piso. Hay que aprender a levantar la cabeza y mirar de frente como nos enseñaron nuestros mayores.

¿Y qué le dicen las generaciones más jóvenes de mujeres cuando conversa con ellas respecto a los obstáculos que encuentran? ¿Son muy diferentes a los que enfrentó usted y su generación?

Lo que ahora tenemos es un escenario de jóvenes y adolescentes que tienen mejor percepción de su entorno y de lo que les toca. Por ejemplo, estos liderazgos jóvenes han tomado consciencia de las complicaciones del embarazo adolescente. Eso es un gran avance. Esta jóvenes son conscientes que tienen derechos, que deben informarse y pueden construir una oportunidad de desarrollo profesional y personal sin recurrir, por ejemplo, al matrimonio temprano o a la idea de que el hombre las va a mantener. Saben que el matrimonio ya no es lo único que les toca a las mujeres. Sigue siendo un desafío todavía que esas jóvenes tan claras, tan lúcidas, puedan tener las mismas oportunidades que sus pares en otras zonas del país o en otros sectores.

¿Qué se necesita para eso?

Le pongo un ejemplo: nosotras defendemos que además de que la educación secundaria en todo el país debe ser de mejor calidad, esta no puede ser igual en las zonas rurales que en la ciudad. La relación con el entorno es distinta, la historia y la propia cultura son distintas. Esto no significa que no deban compartir conocimientos con los estudiantes de otras zonas del país, pero se necesita un enfoque que entienda las diferencias que existen y que haga énfasis en el desarrollo de capacidades, la autoestima y conciencia de derecho.

Y eso debe ser para todos, adaptado a las diferentes circunstancias. Es indispensable una revisión crítica del contenido educativo en todo el país. Volviendo, por ejemplo, al tema del racismo, si es que en el colegio Markham de Miraflores los estudiantes no relacionan que quienes siguen produciendo la papa en su gran diversidad vienen haciéndolo desde antes de la invasión y son los o las descendientes de este país que le dan una riqueza cultural histórica, pues el racismo va a seguir. Porque no hay conciencia de que la historia del Perú no empezó con los que llegaron, y había aquí ya una civilización anterior, y todavía estamos aquí sus herederos. La educación intercultural debe ser nacional, para todos.

Hablaba hace un momento de la especificidad de la lucha de las mujeres indígenas. Le leí comentar una vez al respecto lo siguiente: “Para nosotras la lucha es triple: contra un sistema formal que no nos incluye, dentro del propio movimiento feminista y dentro de nuestras propias comunidades”. A su modo de ver, ¿de qué manera se intersectan la lucha contra el racismo y las reivindicaciones feministas?

Es que el racismo lamentablemente permea todo y, entonces, en el movimiento feminista también hay estratificación. Somos todas mujeres que luchamos por derechos, pero la reivindicación de una feminista académica de clase media alta no es la misma reivindicación de una mujer emergente indígena quechuahablante no académica. Pero le diré que en ese espacio feminista los últimos 30 años, nosotras hemos aprendido de ellas y también hemos enseñado mucho. Porque nosotras las indígenas empezamos en el movimiento desde los 80 o antes reivindicando los derechos colectivos como pueblos. La lengua, la cultura, el territorio. Éramos fuertes en esa lucha por los derechos colectivos y luego transitamos a mirar los derechos individuales como mujeres.

Y entonces hoy decimos que los derechos colectivos e individuales son indivisibles y son complementarios. Yo, por ejemplo, vengo de una generación en la que los padres arreglaban los matrimonios. Hoy, gracias a la defensa de los derechos individuales como mujeres, tenemos que, pese a que eso formaba parte de la tradición, las nuevas generaciones ya no aceptan que les arreglen el matrimonio. Asumen su derecho a decidir por sí mismas. Tiene el derecho a decidir si quieren seguir estudiando, si quieren ser profesionales, si quieren casarse o no casarse, tener hijos o no. Esto hoy, para nosotras está clarísimo. Así como tenemos claro que hay tradiciones que se han defendido como expresiones culturales y ya, así era. Bueno, si va contra la dignidad, contra los derechos fundamentales como mujer y como persona, la tradición tiene que cambiar.

¿Podría darme algún ejemplo?

Fíjese usted, tenemos lo relacionado a las preferencias o identidades sexuales. Las indígenas de las Américas hace 20 años no queríamos saber nada con este tema. No queríamos asumirlo como un tema nuestro. Después de 20 años, los mismos liderazgos femeninos de comunidades cuando empezamos a hablar sobre nuestros hijos, hemos puesto el tema sobre la mesa. Hemos escuchado testimonios de mujeres, por ejemplo, que cuentan que su hijo fue expulsado de la comunidad porque era gay, y ante estas injusticias muchas de nosotras hemos salido al frente y denunciado estas violencias contra la dignidad de las personas. Los tiempos cambian y las comunidades se enfrentan a situaciones nuevas que tenemos que incluir en la agenda, así avanzamos también en el análisis de lo que pasa en nuestro contexto actual.

Entonces, cuando hablamos de las similitudes con el movimiento feminista y el movimiento de mujeres, que también son las mujeres populares y el movimiento de mujeres afrodescendientes y nosotros las mujeres indígenas, ya somos como tres generaciones y manejamos una mirada que es intergeneracional. Las jóvenes también tienen el derecho de ser las indígenas de hoy, que ya no están definidas únicamente por haber nacido en la comunidad, o por hablar el quechua, o la ropa o estar siempre en un solo lugar, tienen el derecho de la movilidad también. Se reconocen como descendientes, reconocen a sus ancestros, pero merecen a su vez el mismo respeto y las mismas oportunidades que cualquier mujer joven.

Por un lado tenemos el machismo y el racismo estructural del Estado, que ha olvidado tradicionalmente a las comunidades indígenas y ha colocado una carga extra a la mujer indígena, pero por el otro lado tenemos también usos y costumbres que, amparados en cierta tradición cultural, suponen una carga extra contra estas comunidades. Lo hemos visto en estos días, con la detención y tortura de mujeres acusadas de brujería por parte de rondas campesinas.

Eso es inaceptable. Mire, mi madre murió con cáncer de ovario creyendo que era brujería, pero ya pasaron 45 años, y no podemos permitir que se maltrate y se falte la dignidad de las personas con una acusación tan subjetiva como esa. Eso va contra los derechos humanos. Nosotras hemos discutido casos similares, como por ejemplo, el caso de la mutilación genital, que se daba todavía en algunos pueblos de Colombia, en algunos pueblos de la Amazonía peruana y sobre todo en el África. A raíz de esos ejemplos, nosotras hemos discutido muchísimo sobre lo que es tradición y modernidad, lo que es tradición y derechos humanos.

Y no solo hemos discutido sino que se han tomado acciones y se ha conseguido que sea una política para todos los estados el erradicar la mutilación genital. En el caso de nuestro país, por poner otro ejemplo, ahora se visibilizan los casos de embarazos tempranos, de violencia sexual a niñas, todas violencias que antes no transcencían, que se callaban por temor. Las cosas van cambiando, cuesta mucho trabajo y lucha, pero vamos haciendo que cambien. Y tenemos que seguir, porque hay que hacer que la ciudadanía y, sobre todo, los políticos vean la realidad, vean los retos que enfrentamos y comprendan los cambios profundos que necesitamos. Porque parece que los políticos solo quieren pisar la realidad cuando van a hacer campaña y luego se olvidan cuando llegan a Palacio.

La asunción al poder del presidente Castillo generó ciertas expectativas entre comunidades y colectivos indígenas. Pero a la luz de la inacción del gobierno en múltiples frentes y de las investigaciones por corrupción que cercan al presidente y su entorno más íntimo, podríamos decir que esas expectativas iniciales se han visto una vez más defraudadas. ¿Lo ve usted así?

En efecto, es así. Y es terrible porque hay una gran decepción, pero valgan verdades venimos decepcionados desde Toledo, como muchos peruanos y peruanas. Nosotras lo hemos hablado mucho, nos da pena porque al igual que ocurrió en su momento con Toledo, muchos creían que era un presidente indígena y que va a resolver tal o cual asunto. Y, claro, a muchos no les gusta cuando uno dice, no, no lo es y no creemos que va a ser gran cosa para nosotros. No hizo nada para el sector rural indígena, después con Humala, con todas sus cosas y así, y ahora con el presidente actual lo mismo. Pero hemos recibido muchos ataques. Yo fui miembro del Tribunal de Honor del Pacto Ético Electoral del Jurado Nacional de Elecciones y fui atacada y llamada terrorista, se me acusó de defender al entonces candidato Castillo.

Uno más de los muchos episodios tristes de esa campaña electoral.

Yo no defendía a nadie, yo vengo de un movimiento que toda la vida ha cuestionado a un lado y a otro, porque nunca nos han incluido en sus propuestas políticas, y cuando nos han incluido en sus promesas, luego siempre nos han defraudado. Al final del día la política debería ser el ejercicio de la ética, y para mí la ética no tiene color. Usted tiene valores éticos o no. Eso es lo que yo defiendo. Entonces, una campaña donde se racializaba al otro, se burlaban del otro y donde se utilizaron todas las herramientas para atacar a un candidato en buena medida en base a prejuicios, no es ética. En ese contexto, entre las opciones que había, hubo quien votó por el señor Castillo porque sentía que no tenía otra opción.

Pero pese a lo que él dijera, él no representaba a las comunidades indígenas, a lo sumo representaba a su gremio. Y ahora, a casi un año de gobierno, produce mucha frustración ver la situación en que nos encontramos porque además de todos los fallos de su gestión, hay quienes dicen que con esto ya nos sepultamos, que debido a esa identificación ya nunca vamos a ser poder. Pero lo que yo digo es que, antes que nada, hay que formarse, hay que conocer y prepararse. Si uno quiere acceder al poder tiene que saber para qué y con qué capacidades, con qué herramientas y con qué visión está yendo a ocupar un puesto de poder.

Eso es lo más importante. Sea uno indígena o no. Y ahí claramente ha fallado el presidente. Uno tiene que saber a qué llega el poder y conocer el país que quiere gobernar, y tiene que saber que en este país existen sectores históricamente postergados, que existen vacíos aún en el ejercicio del poder democrático. Pero eso parece que a nadie le importa, porque ¿dónde se forman los nuevos liderazgos, dónde se forman los políticos? El panorama no es muy optimista.

Habla usted de una decepción muy grande. ¿Cuál sería la mayor decepción con este gobierno?

Lo primero, para mí, es que no se nos escucha. Hay la necesidad, cuando uno va a gobernar un país con los problemas que tiene este, pero también con la diversidad que tiene, de escuchar a los sectores involucrados, a los diferentes sectores de la sociedad. ¿Dónde está el espacio en que la sociedad civil y los diversos colectivos puedan aportar a una gestión de gobierno, donde el presidente escuche? No existe ese espacio.

Y al no existir, al no escuchar, desde arriba, desde Palacio o los ministerios, cada día salen con una y otra cosa que no tienen que ver con las necesidades de la ciudadanía. Y el parlamento, no sé, ya ni se diga. El presidente dice que gobierna el pueblo, pero no se escucha al pueblo, no hay ningún espacio para escuchar al pueblo, no hay un diálogo entre gobierno y sociedad civil. Entonces, yo no sé dónde está la voz del pueblo en los planes de gobierno de los próximos cuatro años.

¿En qué otros aspectos se ha fallado?

Bueno, vemos la cuestión de las mujeres. Seguimos relegadas. Nuestros derechos y preocupaciones no son una prioridad, lo vemos día a día. Se habla de pensiones para las mujeres pobres y está bien, hay necesidades inmediatas, pero dónde están las soluciones a mediano y largo plazo, las propuestas para corregir las injusticias y ofrecernos oportunidades de desarrollo, de salir adelante en base a nuestro esfuerzo y creatividad. Tenemos un problema como país, nos falta perspectiva y planeación en muchos ámbitos.

Justamente hace unos días teníamos esta conversación por los 50 años del Fondo de Población de las Naciones Unidas y hablábamos con el doctor Javier Abugattás, responsable del Ceplan, y nos preguntábamos cómo transitamos a un plan de largo plazo como país, con inversión estratégica, pero que a la vez identifique espacios intocables y respete nuestros compromisos en la lucha contra el impacto del cambio climático. En esa reunión, recuerdo, el señor del INEI presentó un mapa donde solo tres regiones eran agrícolas, todo lo demás era minería y cemento. ¿En qué estamos pensando? Imagínese, con nuestra riqueza y biodiversidad, con tanto que tenemos que proteger, pensando en las nuevas generaciones, en un planeta que atraviesa una crisis alimentaria, que va a agravarse en el tiempo. ¿Dónde está la planeación a 10, 20, 50 años? Es urgente. No podemos permitirnos seguir pensando a cuatro, cinco años, y por supuesto, no podemos permitirnos que sigan viendo al Estado como un botín.

¿Le sorprendió la escasa presencia de mujeres en este gobierno?

Sí, otra decepción grave. Hay que tener en cuenta que hay una fuerte presencia de grupos conservadores, así como de varones super machistas, algunos de los cuales vienen del interior del país. Es, lastimosamente, una agenda pendiente. A veces se hacen ciertas concesiones, pero no se cree en las capacidades de las mujeres. Y este es un problema que hay que enfrentar, no hay que taparlo o ignorarlo, no hay que justificar esas actitudes contra las mujeres. Mire, somos una sociedad con tantos prejuicios, a un lado y otro, y construir sociedades que se respeten es un trabajo arduo, de todos los días y que nos compete a todos y todas.

Me gustaría incidir sobre la ausencia de espacios para el diálogo o para que la sociedad civil y organizaciones como la que usted lidera pongan en agenda temas claves o para discutir problemas graves que seguimos arrastrando como el racismo. Dado que, como dice, esos espacios no existen desde el Estado, ¿cuál cree que es la responsabilidad de los medios de comunicación en el país de no suplir esa ausencia?

Yo creo que somos un país donde lamentablemente cada cual trabaja en su gueto. Tienes un sector trabajando en lo suyo, aislado, tienes otros sectores igual, y así con todos. ¿Dónde está la articulación, el espacio de confluencia donde las ideas, las iniciativas, sean recogidas y articuladas de forma que se traduzcan en beneficios para todos? No tenemos eso. Y los medios no han sabido ubicarse ahí. Los medios están también marcados por esa mentalidad de gueto. Lo hemos visto, por ejemplo, estos días cuando los periodistas se quedan mudos ante alguien que dice que no existen movimientos o reivindicaciones indígenas en el Perú.

¿Qué responde a quienes señalan que no existen reivindicaciones indígenas en el Perú?

Bueno, hablan no sé si desde la ignorancia o simplemente se trata de una actitud malintencionada para defender sus posiciones políticas. Porque tienen que saber que en el censo del 2017 el 25% de la población se reconoce como indígena. Todos los días vemos los pronunciamientos o acciones de los indígenas amazónicos, que luchan por sus derechos. Y vemos también que los quechuahablantes y aimarahablantes seguimos ganando presencia y luchando porque se reconozca nuestra identidad y el Estado nos atienda como a todos.

Chirapaq mismo, la institución que yo presido, es una asociación indígena que surge con una estrategia de reivindicación cultural, además en un contexto de violencia política. Entonces, decir que no existen movimientos indígenas, ya ve, es un sinsentido. Lo que sí nos está faltando es, desde el punto de vista político, liderazgos articulados, que sepan aglutinar las luchas de los pueblos andinos y amazónicos, por ejemplo. Pero tengo que decir que, lastimosamente, el racismo, la discriminación, esas dinámicas de gueto, también se reproducen en nuestras comunidades.

¿Podría explicar esto?

Claro. Mire, al interior también hemos reproducido lo malo, la estratificación basada en prejuicios. Las diferencias entre quienes siguen viviendo en los pueblos y quienes salieron de la comunidad hace tiempo y regresan y se perciben como superiores. El dinero y el poder, malentendidos, generan brechas al interior de nuestras comunidades.

En su contacto con líderes de comunidades de todo el planeta y saliendo un momento de los múltiples problemas que atravesamos en nuestro país y el mundo, ¿qué avances reconoce en todos estos años de activismo?

Mire, pese al largo camino que queda por recorrer, podemos decir que hemos mejorado bastante. Hoy estamos en la agenda internacional como pueblos indígenas, el Estado tiene la obligación de cumplir con políticas y con recomendaciones que vienen de las agencias de las Naciones Unidas. Todo eso son victorias. El Perú no es más una isla, participa en el gran concierto internacional en estos temas. Por ejemplo, el Foro Permanente sobre asuntos indígenas de las Naciones Unidas tiene 1.600 recomendaciones, entre ellas recomendaciones que los Estados deben implementar de acuerdo a la población indígena con que cuentan en materias de lengua, educación y la salud intercultural o el respeto a los derechos territoriales.

El convenio 169 de la OIT, que garantiza la protección de los derechos de los pueblos indígenas y tribales, es de cumplimiento obligado para el Estado. Aun cuando existe resistencia para ello, no solo en nuestro país sino en todas partes. Lo vemos por ejemplo en el respeto a los derechos territoriales, que chocan muchas veces con los intereses de ciertas industrias como la gran minería, tanto en los Andes como en la Amazonía, donde las comunidades, amparadas por estos convenios internacionales, buscan defender sus territorios y los recursos naturales de todos, pero se enfrentan ante la inacción del Estado.

Un ejemplo clarísimo de esa inacción es lo ocurrido con el derrame de petróleo de Repsol en Ventanilla. Han pasado largos meses y no se ven avances significativos. Al punto de que los medios informaban esta semana que los pescadores seguían sin poder volver a trabajar en esta zona.

Ocurre que nuestros gobernantes no son fuertes, no son firmes, en hacer respetar los derechos de su pueblo. Porque fíjese usted hablando de las industrias extractivas sea petrolera o minera, afuera se tiene este diálogo de empresas y pueblos indígenas, y uno de los aspectos más importantes es justamente que las empresas que vienen a extraer minerales o recursos en el territorio indígena deben respetar los estándares de derechos humanos.

Pero cuál es el problema cuando discutimos, que es el Estado quien tiene que hacer respetar nuestros derechos, y no lo hace. Y ahí está el racismo en el ejercicio del poder, porque como creen que los andinos o amazónicos no tienen los mismos derechos que, por ejemplo, los habitantes de Lima, no son tomados en cuenta. ¿Cómo es posible que haya ocurrido lo de Repsol, que pasen los meses así y no pasa nada? Y el principal responsable es el Estado, pero la sociedad tampoco ha reaccionado de la manera en que debía. Hemos dejado abandonado el asunto.

A su modo de ver, entonces, ¿esta incapacidad de entender la gravedad en general de este desastre ecológico pasa también por ese racismo estructural que entiende que hay ciudadanos de segunda categoría que no merecen la misma protección que los de primera?

Así es. No reaccionamos todos de la misma manera, lastimosamente. Mire, le pongo otro ejemplo. Nosotras tenemos hoy confluencias importantes con el movimiento feminista, compartimos luchas, pero durante mucho tiempo ha costado, ha costado mucho. El movimiento feminista en el Perú no supo ponerse de nuestro lado cuando nosotras empezamos a protestar por la Paisana Jacinta hace más de 20 años. En ese momento no tuvimos su solidaridad, su respaldo. Fueron años de lucha, de apelar a mecanismos internacionales, y de hecho hoy ni siquiera se nos reconoce que esto fue una conquista de las mujeres indígenas y afrodescendientes. Somos una sociedad, lastimosamente, fragmentada, donde todos estamos en nuestros guetos, nuestros cubículos. Tenemos que encontrar formas de superar esto. Y los medios deberían también entenderlo y ser críticos del estado de las cosas.

Diego Salazar. @disalch                    disalch@gmail.com

https://ojo-publico.com/3600/si-va-contra-los-derechos-como-mujer-la-tradicion-tiene-que-cambiar

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