Perú: Borrar la memoria

César Hildebrandt

A la derecha no le conviene la memoria. Trae cola.

Nos recuerda lo mal habidas que fueron las fortunas ancestrales de este país plagado de pobres diablos: la herencia de las encomiendas, el robo colosal de la consolidación (lo que “los patriotas” le cobraron al país por sus aportes a la “guerra de la independencia” librada mayormente por líderes y tropas del extranjero), el despojo perpetrado contra las tierras de las comunidades andinas, la orgía financiera del guano, el salitre que no supimos conservar, el caucho extraído con mano esclava y soborno de autoridades, la minería en modo potosino de todo el siglo XX, la República de la IPC en el condado de Talara, las matanzas que Ciro Alegría y José María Arguedas retrataron en sus libros de casi no ficción…

¿Seguimos? Cómo no. A la derecha no le place que recordemos al corrupto José Rufino Echenique, salido de su savia de asaltantes, ni al traidor Mariano Ignacio Prado, el fundador de un imperio de billete y crímenes que terminó con el Banco Popular quebrado y con sus patrones condenados a la cárcel.

A la derecha tampoco le conviene recordar que perdimos la guerra con Chile porque mientras aquí había una casta de parásitos y rentistas allá hubo una clase dirigente y patriótica. Miguel Grau, Francisco Bolognesi y Andrés Cáceres no bastan para borrar la infamia de quienes saquearon al país y no supieron defenderlo con las armas a las que irresponsablemente habían invocado.

Un día subió al poder un señor que quería, sencillamente, no ser enemigo de los pobres. Se llamaba Guillermo Billinghurst y el congreso, al lado de “El Comercio”, le hizo la vida imposible. El golpe de estado fue inevitable y lo encarnó el llamado “mariscal Óscar R. Benavides”.

Otro día se hizo presidente un señor que había vendido seguros, que farfullaba en inglés y que se vio como un peligro para el civilismo (la casta oligárquica de siempre). Ese señor, llamado Augusto Leguía, creó nuevos y mañosos ricos, trajo a los gringos para que reemplazaran a los británicos y no movió un ladrillo del edificio de la desigualdad.

Más tarde ascendió a los cielos rasos de las buenas costumbres el señor Bustamante y Rivero, que era un señor de centro. El Apra, en su jugada más estúpida, saboteó ese gobierno, jugó al golpe armado y abrió la puerta para que un cachaco, que estaba a la derecha de Rudolf Hess, se hiciera con el poder. El general Odría, que se rompió la pata al tropezar en un burdel, fue otro ensueño para la derecha: les daba sobras a los pobres, defendía a la plutocracia fusil en mano y de vez en cuando mataba apristas revolucionarios. ¡Es importante recordar!

Después llegó otra vez a la presidencia Manuel Prado Ugarteche, hijo del traidor y hermano del asesinado Javier, y palacio se llenó de afrancesados postizos. Don Manuel asentía en francés, gobernaba a punta de silencios y tenía como meta detener el tiempo. Era maravilloso para el Club Nacional, perfecto para “La Prensa” de Beltrán, y encajaba perfectamente en la calesa de tracción equina que solía usar.

El problema es que después casi se cuela Haya de la Torre, que ya se había pasado a la derecha pero que conservaba el estigma de los años 30 y 40. Por eso es que entró don Fernando Belaunde, que era la clase media antiaprista y la promesa de un gobierno por lo menos de centro. La derecha, con el apoyo decisivo y congresal del Apra, no se lo permitió y el programa esencial del arquitecto se quedó en maqueta.

Entonces sucedió lo que nadie esperaba: un general nacido de la mangachería, un inconquistable de la casa verde, lideró un gobierno revolucionario de la Fuerza Armada y durante siete años puso de cabeza al país. Lo que Velasco no quería –lo diría después explícitamente– es que los comunistas ganaran la batalla. Lo que se propuso fue cerrarle las puertas al marxismo alzado que, desde Cuba, aspiraba a extenderse.

Le fue mal, por supuesto. Ni los tanques pudieron vencer la inercia monumental del conservadorismo peruano y todo terminó con Velasco expulsado y con el general Morales Bermúdez, de centroderecha, en el poder.

Fernando Belaunde, el golpeado de 1968, fue reelecto con creces en 1980. Prometió, otra vez, hacer un gobierno de centro pero hizo uno de derecha después de aliarse con Luis Bedoya Reyes, que parió un cisma democristiano y ultraconservador en una suite del hotel “Crillón” (tal como lo demostró la revista “Oiga”).

De inmediato vino Alan García, que juró hacer cambios radicales. Era el mejor orador de nuestra historia y el joven más esperado por el Apra marchita. Todo terminó en el atasco de siempre, en los robos de aquí a la eternidad y en una inflación que tenía aspecto de peste verde. Fue una revolución de bolsillo. Mientras tanto, el ejército camboyano de alias Presidente Gonzalo nos estaba desangrando y la derecha seguía creyendo que el asunto no le concernía.

Después vino Alberto Fujimori, que prometió, como un ninja, hacer un gobierno de centroizquierda y alejar al pueblo de los peligros que significaba el derechista FREDEMO de Vargas Llosa. Lo que vino fue un Pearl Harbor huachano. Fujimori se alió con lo peor de la derecha, emputeció lo que tocó, vendió las empresas públicas a precios mafiosos y con comisiones ocultas, hizo una Constitución ultraconservadora, concentró el poder como un shogún antes de la era Meiji y alivió sus riñones sobre todas las instituciones que podían enfrentársele. El poder judicial era un antro de bandidos, el Tribunal Constitucional fue secuestrado, el Congreso se compraba al peso en la sala de Montesinos y la prensa vieja y nueva, con muy pocas excepciones, cobraba por cada embate. Por eso es que Fujimori es un héroe, un dios de voz airada, una yuca totémica, un tractor que faena en finca robada. Fujimori es el statu quo en traje de campaña y las mujeres de la derecha siempre le vieron cara de Toshiro Mifune, el gran actor de “Rashomon”.

A la derecha no le gusta la memoria porque le arde. Cerrar el LUM es toda una metáfora. Si por ellos fuera, propondrían una amnesia colectiva, una epidemia de olvidos, un cáncer del recuerdo. El pasado los condena. Y el futuro se les aparece esquivo y resondrón. Para ellos recordar es morir.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 629 año 13, del 31/03/2023, p16

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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