Perú: ENTRE LA VOZ Y LA VIDA

César De María

Millones de personas tienen la necesidad de tener voz en nuestra sociedad. Después de décadas de no ser oídas por los medios de comunicación tradicionales −que nunca les dieron oportunidad de comunicarse y fueron solo altavoces de sus dueños− hoy tienen redes sociales para decir lo que quieran y para lanzar la monedita de su opinión en el pozo de la atención pública. Ahora que preparo un libro con monólogos dramáticos escritos durante mi carrera, entiendo que el teatro ha cumplido por siglos esta función, la de escuchar y dar voz a todos. Literalmente, la de representar a quienes forjamos nuestra sociedad y la sufrimos.

Salto a un recuerdo personal: cuando era niño tuve un tío abuelo inteligente, dicharachero y divertido, Antonio, que un día desapareció y dos semanas después volvió mudo, con un agujero bajo la manzana de Adán e incapaz de emitir sonidos. Como el cáncer le había tomado la garganta, los médicos, entre la voz y la vida, eligieron que pierda la voz. Le sacaron no sé qué parte del cuello y nos lo devolvieron con un hoyo por el cual emitía eructos que trataba de hacer sonar como palabras, pero que, para su desesperación, nunca comprendí. A pesar de que, según mi abuela, nadie escarmienta en pellejo ajeno, aprendí de esa experiencia no solo que fumar puede propinarte un castigo medieval, sino que con un poco de afecto yo podía inventarle una voz a las personas que se me cruzaban en la vida, imaginar qué podrían estar diciendo, cuál sería su sufrimiento y de qué forma lo expresarían. Ya para entonces había llenado varios cuadernos con historias y dibujos de niño que se cree escritor, pero con esta nueva manía de ponerle voz a la gente que no me hablaba, creo que−sin saberlo− empecé a convertirme en escritor de teatro. Hoy, como juego, como vicio, como obsesión, cuando veo clips sacados de nuestra televisión sigo imaginando qué cosas debe decir a los suyos tal político o tal personaje de la farándula, y darles voz imaginaria me revela con frecuencia su bajeza y su ignorancia. Me imagino a la señora presidenta diciendo frases como “si no entienden con palabras, que entiendan con balazos”, como una María Antonieta bananera, o a ese violador confeso −Makanaki o algo así− enseñándole a sus hijos cómo se trata a las mujeres. Fantaseo con el congresista X contando lingotes mientras negocia a gritos con mineros informales alguna ley que les permita seguir extrayendo el oro del país sin pagar impuestos. Y me figuro a ese militar asesino, que casi fue presidente y ahora está preso, presumiendo ante los peores criminales de cómo reventaba cabezas con su culata o cómo desaparecía gente consumiéndola en el fuego dentro de un barril. Pero ese ejercicio de imaginación, si lo restringiera a los seres que llenan la televisión peruana, me consumiría y convertiría a mi teatro en una extensión de esa caja basurera. Por eso trato de orientarlo hacia otra gente, hacia esos desconocidos que han resistido −o no− el ataque de los poderosos o las tarascadas de ese monstruo que es la sociedad peruana. Me imagino el monólogo de ese empresario que, en plena pandemia, decidió vender el balón de oxígeno sin subirlo de modo abusivo −¿lo recuerdan?− y que terminó muriendo de COVID, quiero inventar que quizás fue sin la atención necesaria porque, como el tipo correcto que era, se negó a pagar por una cama y se resistió a negociar el cupo que los médicos inmorales cobraban para dar una atención preferencial. ¿No merecería ese señor que se le escribiera un monólogo? ¿Uno en el cual se despidiese del mundo dando el ejemplo y siendo recibido como un santo en un cielo que no existe, pero que se crea por obra divina cuando muere alguien como él? ¿No merece un monólogo ese mozo que le sirvió el té a Paolo Guerrero en el hotel, y al que casi incriminan? ¿Qué tal si, para que no todo suene moralista y edificante, inventamos que por envidia sí le dio el té con cocaína, y que la situación no se debió al consumo de drogas? Pienso en ese hombre de 51 años que, durante una protesta en Ayacucho en la que no participó, murió abaleado por salir a ayudar a un herido. ¿No merecería ser oído? Pero también la voz del policía que aprovechó la situación para lanzarse a matar gente como quien mata palomas, ¿no aprenderíamos algo de esa voz? ¿Y de Inti, y de Brian, y de la enfermera asesinada en Puno por sus violadores? Todas esas voces pueden seguir vivas en el teatro y en la escritura. Se sigue riendo el criminal que quemó a una chica, y el hombre que murió con una bomba lacrimógena dentro del cráneo sigue llorando. Cada voz y cada persona merece ser conocida y recordada, porque cada historia que no se cuenta es una injusticia. Por eso escribimos muchos, para que la memoria se salve escondida entre nuestras líneas, para enfrentarnos al absurdo de un país donde tratan de cerrar el Museo de la Memoria cuando en realidad cada peruano se merece uno. Sigamos escuchándonos y escribiendo, porque una sociedad sin voz muere de tristeza, como mi tío Antonio. Sin futuro. Sin deseos. Sin últimas palabras.

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