Perú: Tu marcha golpista

Juan Manuel Robles

El principal problema de tus marchas es que para tumbar a un gobierno necesitarías primero indignarte: la indignación no se puede fingir, y eso que tú sientes está bien lejos de serlo. El rechazo que tienes por Pedro Castillo es una combinación de racismo, clasismo, vergüenza arribista y mucha frustración porque este país no volvió a ser el mismo tigre neoliberal aterrado que era antes de la pandemia (y culpas a Castillo por los números malos, a pesar de todas las evidencias de lo contrario). Es un lamento muy amargo como el peor de los berrinches. Pero no es indignación. No puede serlo. La indignación, que nos mueve a ponernos las zapatillas cuando toca hacerlo, es un sentimiento de incomodidad mezclado con cierto miedo y angustia. No se ejerce desde el poder ni la prepotencia. Se padece en el cuerpo. Temblar de indignación, decimos.

Pero qué vas a saber de indignación si, para empezar, al que asume los costos de seguir sus principios lo llamas cojudigno.

La indignación nos toma por asalto y nos hace reaccionar al unísono (cómo así miles de personas se ponen de pie simultáneamente, es algo misterioso y bello). La pseudoindignación provoca un evento programado con la misma antelación tranquila con que se prepara un Corso de Wong. La indignación real nos hace salir a pie a territorios que sabemos tomados por esbirros enemigos. La indignación de mentira provoca expediciones en bus cama, como colonos con Google Maps en el lejano Centro de Lima.

Si plantearas tus marchas como un corso, serían marchas exitosas. Enunciadas como la “batalla final”, su fracaso es tan grande que da risa, aunque lo resultante, esa mancha armoniosa donde se mezclan —sin esfuerzo por esconderse— los fascistas y las barras bravas del fujimorismo, no deje de ser preocupante y penoso, como todo acto de contaminación ambiental.

Casi estoy tentado a pensar que sí sientes indignación por los manejos turbios del entorno de Castillo. Pero luego veo comandando tu marcha a Jorge del Castillo, escudero del indultador de narcotraficantes —junto a otros seres de patrimonio honradísimo—, y vuelvo a la hipótesis más convincente: el berrinche golpista.

Tu molestia no es rabia política: se parece más a la que sientes contra el mozo del chifa que te sirve mal el wantán, que a su vez se parece al encono contra el profesor que, en las universidades negocio, no te pone la nota que “mereces”. Parte de la misma confusión: esa que le grita “tú eres mi empleado” a cualquier funcionario público, la de pensar que el dinero del Estado es “tu plata”. Esa actitud de yo te pago tu sueldo, con índice levantado y gestito.

Lo interesante es que hay una impostura enorme: tú no has perdido nada con este gobierno. Castillo no es Maduro, ni siquiera es Evo. El mandato neoliberal de Castillo mantiene intactos tus privilegios y los de los dueños del país a quienes defiendes. La mentira descarada de hablar del “gobierno comunista” es una demostración más de que lo que mueve tus marchas no es indignación sino prepotencia. La indignación quiebra el miedo y grita verdades que nadie puede decir (aunque eso tenga costos). La patanería siembra el miedo con fakenews e historias conspiranoicas de francotiradores cubanos.

Se ha puesto un innecesario énfasis en que la gente de las marchas golpistas llega de La Molina, San Isidro, Surco. Yo creo más bien que esas marchas tienen mucho de Azángaro: falsifican lo que vieron en la televisión. ¿Cuánto dinero se puede gastar en construir una indignación sintética, sin poder lograrlo? Marchas bambas de utilería, que copian y pegan a quienes hicieron historia. Allí donde la indignación de artistas creó, espontáneamente, inspiradas ilustraciones contra Manuel Merino (presidente de verdad ilegítimo), ahora hay pancartas con caritas. Nada de arte voluntario. Impresión láser en acrílico cotizada al peso, no más. El concepto también se compra por kilo: pones TRAIDOR en las fotos, y le colocas un traje de terrorista al presidente Francisco Sagasti.

Y pensar que le pusimos el traje de presidiario a Fujimori cuando Montesinos mataba jueces y hostigaba periodistas.

Eso es lo más indignante —¿vas comprendiendo el término?—: esa falsificación de la lucha (a falta de motivos reales). Pero sobre todo enerva lo que viene después: hacer guiños a la dolorosa historia y jugar a víctima de la represión y el abuso policial porque te cerraron el paso con un muro de escudos.

Qué sabrás tú. Qué sabrás tú de salir a marchar con tu hermano, y que se te pierda de vista y más tarde ya no conteste el teléfono. Qué sabrás tú de la angustia. Qué sabrás tú de mirar con aprensión los nombres en la lista de detenidos. Qué sabrás tú de saber que tu hermano está bien, en una carceleta, pero el hermano de tu amiga perdió el ojo. Uno podría solidarizarse por las bombas que te tiró la Policía —pues saliste como quien va a un corso, sin vinagre ni pañuelo, googlea aunque sea— pero sales a decir que quisieron matarte. Luego aparecen imágenes en las que estás zamaqueando al guardia, choleando al uniformado, gritándole que se está poniendo del lado de Sendero Luminoso. Qué sabrás tú de vivir con temor a que la policía se enoje y te siembre “evidencia terrorista”. Qué sabrás tú de bombas lacrimógenas lanzadas no al piso sino disparadas contra tu cuerpo. Qué sabrás tú de tenerle miedo a la Policía. Miedo de verdad, no te rías. Qué sabrás tú si cuando eso ocurrió nunca te importó, porque los que mandaban eran los señores impunes de ese país lindo que añoras.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 611 año 13, del 11/11/2022, p14

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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